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miércoles, 16 de diciembre de 2015

Se va curando la enfermedad del populismo

16 de Diciembre de 2015  Excelsior
El populismo es una enfermedad al parecer endémica en América Latina. Todos los países de esta región, de una manera u otra, lo han vivido intensamente: la Argentina de Perón, el Brasil de Vargas, Chile con Allende, México con Echeverría, Perú durante el primer mandato de Alan García y Venezuela en el primer periodo de Carlos Andrés Pérez y luego, con gran intensidad, con Hugo Chávez.
El populismo combina dos variables entrelazadas: la supeditación de la economía a la política y la presencia de un líder carismático con capacidad de movilización popular.
Los gobernantes populistas no creen en la economía de mercado. Niegan la oferta y la demanda con la pretensión falsa de que los recursos escasos se asignen con esquemas políticos. De esta forma, en los gobiernos populistas, la economía es una variable dependiente de la política.
Nada resume mejor lo que piensan los populistas que lo escrito por un dictador sudamericano a otro recomendándole lo siguiente: “Si los trabajadores te piden, dales. Y si te piden más, dales más. Al fin y al cabo la economía es elástica”. Si la economía es elástica los problemas se resuelven fácilmente de un plumazo. Desde un escritorio se decreta que se repartan las tierras, que se suban los salarios, que se congelen los precios, que se estaticen las empresas, que se otorguen créditos sin garantías y que se subsidie a sectores improductivos. Todo en nombre del “noble” propósito de acabar, de una vez por todas, con la pobreza.
El populismo puede ser exitoso en el corto plazo. Sin embargo, irremediablemente termina mal porque la economía no es elástica. De hecho, es implacable. Los mercados, y su lógica, siempre están presentes aunque se pretenda desaparecerlos. Muchos oportunistas se pueden hacer multimillonarios con un gobierno populista. Se aprovechan de las distorsiones que genera la política en la economía. Las medidas que supuestamente favorecerían a los más pobres acaban beneficiando a los burócratas con el poder de la firma, a sus amigos “empresarios” y en general a todo tipo de especuladores. Las bondades de la repartición social de apoyos y riquezas terminan en un patético circo de corrupción que desalienta el crecimiento económico y beneficia a una minoría oportunista. Al final, ni la economía crece ni la pobreza termina. En el camino se violentan los derechos de propiedad y se pierde la confianza para invertir. El costo del capital sube y la competitividad cae. La inflación crece mientras que el desarrollo económico baja.
Todo esto por la necesidad que tienen los gobiernos populistas de ser, efectivamente, “populares”. Regímenes políticos que basan su legitimidad en el carisma y generosidad del líder. Gobernantes que necesitan altas tasas de aprobación popular para continuar gobernando con una agenda tan radical como ineficaz. Dictadores o presidentes populistas, como fue Hugo Chávez de Venezuela, que salen a las calles a azuzar al público ofreciéndole el paraíso en la tierra. Gobiernos que reparten las migajas de propiedades confiscadas o la del producto de la explotación indiscriminada de las riquezas naturales, como es el caso del petróleo en aquella nación sudamericana.
Y a los líderes populistas no les gusta tener contrapesos. No creen en la división de Poderes. De ahí que desmantelen las instituciones democráticas para hacer del Legislativo y del Judicial sus lacayos que unánimemente apoyan y celebran todo tipo de medidas que fortalecen al líder carismático y supeditan la economía a la política.
El populismo es, sí, una enfermedad endémica en América Latina. Pero también es una enfermedad que eventualmente se cura en las urnas. Porque la gente, a final del día, no es tonta. Cuando se da cuenta que el modelo populista es insostenible, cuando la economía está en ruinas debido a su politización, entonces el péndulo político se mueve hacia el otro lado. Es lo que está pasando en Venezuela, Argentina y Brasil.
                Twitter: @leozuckerman

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