Líneas
Por:
José Ma. Narváez Ramírez
“La Chata” -suegra del
recientemente fallecido Cornelio Parra Camacho -“El Capitán Chanclas”- y doña
Lina, esposa de don Poli el birriero, (todos ya fallecidos), fueron dos de las más
conocidas señoras lavanderas –que tenían mucha clientela- y que habitaban en
las faldas del Cerro Grande de Santiago, en la época en que sus aguas no
estaban contaminadas como ahora y la gente de los pueblos aledaños acudía a
bañarse en los cuartos de palma que don Félix levantaba frente a los lavaderos
de piedra en la temporada de secas, más o menos hacia el oriente en dirección
de la casa de don Rafael Tortajada Rivera por la bajada del Cerro Chico, a la
altura de donde funciona –posteriormente- la cantina de “Los Cargadores” que se
hiciera famosa por los preparados especiales del Peter. Ahí estuvieron los
terrenos donde practicábamos la mayoría de los deportes en la Escuela Secundaria,
bajo la dirección del maestro de educación física David Sáenz.
El río
se deslizaba tranquilamente permitiendo también del otro lado (de La Presa) que se colocaran
lavaderos con sus “toldos” de palapa, y muchas mujeres iban a asear su ropa
llevando a sus hijos con ellas mientras los jóvenes aprendían a nadar y a
echarse clavados desde el bordo, y los más pequeños retozaban a su alrededor
bajo la atenta mirada de sus progenitoras que ya después de cumplir con la
tarea, también aprovechaban el rato para darse un chapuzón con sus vástagos,
mientras se acababa de secar la ropa tendida al sol.
Cuando
todavía no habían construido el puente sobre la Carretera Internacional,
los cargadores pasaban los vehículos de motor y a las personas, en chalanes que
funcionaban por medio de cables atados a la orilla remolcando unas batangas grandes,
que en tiempos de aguas se reventaban (a veces) y los arrastraba la corriente
varios kilómetros río abajo. Esto era a base de fuerza. Cuando funcionó el
puente, los cargadores –que seguían transportando gente en canoas y batangas,
–ya en tiempo después en lanchas de motor-, idearon levantar un puente con
tablones de madera clavada y amarrada a unas vigas que enterraban entre todos
con mucho trabajo y no poco ingenio y destreza. Por fin dieron el “banderazo de
inauguración” y se permitió el pase de peatones, y después el de carros,
ideando ponerle endebles “salidas de emergencia” a las personas para que
pasaran los vehículos.
Hubo
muchos accidentes en el que perdieron la vida cargadores y civiles, y cuando
llegaba la inundación con un bramido espeluznante, casi siempre sin avisar, el
río se ponía “de bordo a bordo” y cargaba con puente, árboles, animales, casas,
sembrados y niños, jóvenes y adultos, causando penas y dolores, pérdidas y
llenando de luto varios hogares, incomunicando a Santiago (nos íbamos a
refugiar al Cerro) y algunos poblados cercanos, ya que cortaba el bordo de
protección y la carretera Los Corchos, pero al bajar las aguas el limo que
dejaban a su paso era un aliciente para la agricultura. Hoy ese limo se está
convirtiendo en sal a causa de las presas construidas. Y en la actualidad hay
familias que viven en la pobreza siendo propietarias de varias hectáreas de
terrenos de siembra.
En
aquellos tiempos se organizaban torneos de lanchas y algunos propietarios de camiones
tropicales los llevaban a lavar a la orilla del río. Cambiando los lugares en
donde las canoas y lanchones subían y bajaban a los pasajeros, dependiendo de
los cambios que hacían las corrientes. Había quien se ponía a pescar con
anzuelo y cuerda arriba del puente, como un gran diestro en este arte, llamado
Humberto Flores Mora, (hijo de don Oswaldo Flores Oyerbides, un extraordinario
mecánico que fue maestro en la
Preparatoria) y que llevó a sus hijo uno por uno a pescar
hasta formar una cauda de cinco y todos regresaba con su presa colgando al
hombro.
Por
el lado de la zona roja yendo para “la bomba” había enormes paredones de arena
y tierra, en ellos era común ver caimanes de gran tamaño así como grandes parvadas
de patos de diversas especies, venados, armadillos, mapaches, culebras y
tigrillos. Corría la década de los años treintas.
En
la torre de la iglesia anidaban las lechuzas y en altas horas de la noche,
cuando la mayoría de la gente dormía, se escuchaba por todo el pueblo el
“chisssss” característico de este animal, y “déste lado del río” la voz del
cargador que hacía el turno nocturno que gritaba: ¡Echa la canoa! Al del otro
lado, para pasar a noctámbulos o a uno que otro que se desvelaba o que tenía
que hacer el viaje urgente a esas horas.
(Continuará)