Por: Lorena Meza Reyes.
Mi nombre es Lorena Meza Reyes, mi
historia la relato el día de hoy esperando sirva para despertar a muchas
mujeres que como yo, saben lo que es vivir dentro de esta terrorífica
guerra interna.
Quinta hija de un matrimonio
disfuncional, con seis hijos, dos hombres y cuatro mujeres, educados
a la usanza antigua, el cual tenían el control con la mirada, el solo
hecho que te hicieran esos “ojos” te hacía temblar, pues ya sabias que
después, cuando llegaran a casa o estuvieran solos, la pagarías caro.
Un padre machista cien por ciento,
y una madre sufrida y abnegada, desde mi infancia vi como la mujer era relegada
a un segundo plano, pues era quien debería servir, atender, y hasta “mimar” al
varón; el que, por el solo hecho de serlo, tenía todos los derechos de hacer y
decir, pues, era el “hombre”.
Crecí viendo como mi madre
era ofendida, humillada, golpeada y ella asumía el papel que le habían
otorgado, con el famoso “es tu cruz”. Así pasé gran parte de mi vida en
“familia”, siendo de la misma forma que mi madre; ofendida, humillada y
golpeada, asumiendo el papel que me habían otorgado a mí: “Es tu padre y debes
respetarlo”. A grandes rasgos esa fue la vida en casa paterna.
La adolescencia llego a mi vida,
con ella la ilusión, vanidad y alegría que la caracterizan, pero siempre
acompañada de un velo de terror si cometes un error, pues la amenaza
paterna era: “a la que me salga con un domingo siete la mato”.
Así pues, llegó el momento de
conocer a mi verdugo; ese chico apuesto y alegre que me comprendía y me
brindaba apoyo; el que me escuchaba y me prometía que el futuro a su lado
sería diferente; al cual, como diría Gloria Trevi, “con los ojos
cerrados” fui tras él, ante la negativa de mi padre, de que él fuera el hombre
con el cual compartiera mi vida. Desafié la autoridad, la familia y
al mundo entero, y me case con él.
La boda con la que toda chica
sueña, con vestido blanco, largo, velo, corona, ramo, arras, anillo,
zapatos, peinado maquillaje; un templo arreglado, lleno de flores para la
ocasión, con una alfombra roja hasta la escalinata de entrada. Una
ceremonia privada; sólo para los invitados de ambas familias.
Una gran fiesta, en un casino
exclusivo, con un conjunto versátil, y otros sueños, me fueron
negados; pero aún así, iba al matadero muy segura de mí, en aquel
momento.
Lucí el día de mi boda un vestido
de uso diario, zapatos viejos pero bien voleados, y nada más; Era una ceremonia
de matrimonios colectivos, donde la única que no había vivido ya con su pareja,
creo, era yo. Mi larga lista de invitados se resumía a mi hermana y su familia,
mi hermano y su esposa, mi cuñada y su esposo, además de una vecina.
La gran fiesta se convirtió en
una comida en casa de quien desde ese día seria mi suegra oficialmente.
Y el cuento de hadas da inicio…
Me voy a vivir con mi flamante marido, a un lugarcito que ya previamente
habíamos comprado, era prácticamente un lote baldío, el cual se le construyó
una barda, y, apoyándose en las bardas del vecino, unas vigas con láminas
de asbesto, una tasa de baño, que se hizo de tablas; así como cartones y
plásticos, el cuarto de baño.
Pero aún así, la ilusión de una
vida mejor llena de amor y comprensión, seguía vigente; con toda la fe
puesta en un futuro mejor. Pero mi príncipe azul, al verme sola, sin
amparo alguno, se convirtió en ogro.
A pesar de que sabía que el barrio
donde estaba nuestro flamante castillo me atemorizaba por sus calles
oscuras, empedradas, alejadas de las avenidas, no le importó, pues al fin él
tenía a su dama enclaustrada.
Lo peor era que rondaban por ahí
todo tipo de malhechores, viciosos, drogadictos, los cuales entraban a hacer sus
necesidades a mi baño, sin pedir permiso, o el menor de los avisos; simplemente
hacían uso de él y listo.
El flamante baño no tenia luz, ni
una puerta segura; he de comentar que la puerta de entrada a la casa era de
tablitas de caja de jitomate. Él se iba con sus amigos después de salir
de trabajar, a beber o a platicar; igual, ni sé a qué se iba, pero me dejaba en
la más profunda soledad y tristeza.
Ahora tenía que asumir el papel
que yo había elegido; el de “la esposa” (Pero no hay que olvidar que sólo
conocía un papel de esposa, abnegada, humillada y golpeada), por lo cual no me
costó mucho asumir que eso era así.
Para mí era lo normal en todos los
matrimonios, que mi deber era soportar sin quejarme, pues a final de cuentas
era el hombre a quien amaba; y todavía no me había golpeado. Aparte, cuando él
llegara, me diría que me amaba, y me acariciaría, con eso todo quedaría
olvidado.
Pasaron los meses y volví a tener
contacto con mi familia; paradójicamente, a pesar de lo sufrido me sentía
acompañada y protegida. Pues en mi castillo, la vida de pareja era igual o más
terrorífica que la que viví a su lado, porque cuando viví en familia compartía
los disgustos, las ofensas y los golpes con mis cinco hermanos y madre.
Lo malo fue que ahora todo era
mío, solo para mí. Creo que aprendí bien de mi madre a sonreír, y decir
que “todo estaba bien”, a callar mi dolor, y cubrir los golpes que en aquel
momento se me propinaban por todo y por nada.
Llegó el momento que me sentí con
fuerza, con luz, con gran alegría: estaba embarazada; quizás este nuevo ser que
se gestaba en mi vientre, haría que todo cambiara.
Pero seguí viviendo en el error;
no se me respetó en ningún momento, ni aun así, se me dejó de ofender o
golpear. Al sexto mes de embarazo apareció la preeclampsia, con
la cual me vi obligada a pasar largas temporadas internada en el hospital,
tratando de salvar a aquel ser que en ese momento era lo que me mantenía de
pie.
El día esperado llegó:
nació mi hijo, un varón de 3 kilos 550 gramos, pero no me lo mostraron, no me
daban razón de él; pasó todo el día, y la angustia más atroz me invadía,
pues yo estaba en mi cama esperando a mi bebé y jamás llegó.
Familiares iban y
venían, dando regalitos y felicitaciones, pero el bebé no llegaba; Ya era de
noche, y nadie me daba razón alguna. A la mañana siguiente, muy temprano, me
levanté como pude, pues fue cesárea; Me duché y fui en búsqueda de
información. Tras rondar por los pasillos, elevadores y módulos de enfermeras,
por fin di con él: estaba en terapia intensiva, sufrió hipoxia cerebral al
nacer, estaba diagnosticado como muy grave, y al verlo tras un cristal,
solo, en una incubadora llena de aparatos, el mundo se desplomó, me abandonaron
las fuerzas, y me molesté con Dios.
¿Qué acaso no era
demasiado ya lo sufrido? ¿Por qué ahora me quería quitar lo que me había
mantenido de pie? ¿Qué le debía? ¿Qué no era suficiente el pago aún?
Al llegar mi marido me
llené de rabia de coraje, y así, recién operada, la tomé contra él (por primera
vez supe lo que era enfrentarlo de igual a igual), pero su respuesta no fue la
que esperaba, por el contrario, fue cordial, supongo también le dolía y me veía
como estaba con una operación reciente.
Me prometió llorando, y
de rodillas, que si Dios nos dejaba a nuestro hijo todo cambiaría, que seriamos
una familia en armonía, y creí, tontamente creí.
Como tantas otras veces
mi necesidad de una vida normal me hizo caer, salí del hospital sin mi
hijo. Ocho días después me entregaron a mi bebé, al abrazarlo, al
estrecharlo, me convencí de que todo había valido la pena, y con renovadas
fuerzas continúe en este matrimonio, que por más que yo ponía de mi
parte, no podía salvar sola.
Mi cachorro, (como llamé
a mi bebé) fue diagnosticado con parálisis cerebral leve, no recuerdo cuantas
veces lloré, y en mi dolor me acompañaba quien, he de reconocer, siempre me dio
la mano y me apoyó tanto en lo económico como en lo moral. Cuando me veía
llorar por la impotencia de ver a mi hijo así, siempre me dijo: ¡Ánimo! ¡Aquí
estoy, y vamos a poder!
Mi hermano, él que ahora
era padrino de mi hijo, el que pagó incontables visitas al médico, estudios,
zapatos especiales, medicamentos, y todo cuanto mi flamante marido se negaba.
Cuando recibió el
diagnostico y las indicaciones de terapias tempranas, medicamentos y
tratamientos especializados, lejos de darme la mano y decir vamos juntos, me
dijo textualmente: “¿Qué se podría esperar? si tú y tu familia son una bola de
estúpidos”.
Tales palabras aún el
día de hoy duelen, pues se espera cuando menos que el dolor de padre lo hiciera
sentir lástima como mínimo; pero ni eso, todo lo contrario; él ahora tenía una
arma más con la cual me lastimaba. Algo que tengo que reconocer es que Televisa
se perdió de un gran actor, pues mi marido era uno cuando había gente delante
de nosotros, y totalmente contrario cuando nos encontrábamos solos.
Y así, luchando día a
día por salir adelante y sacar a mi hijo conmigo, molesta aun con Dios porque
sentía que él me había abandonado, seguí padeciendo humillaciones, insultos,
golpes, pero eso sí, con una gran sonrisa, fingiendo que todo estaba bien,
aunque en realidad las cosas habían empeorado, pues las golpizas que me
propinaba eran con mi hijo en brazos.
Así que yo sólo recibía
golpes, me quedaba quieta, no hacía el más mínimo movimiento para defenderme,
por el temor de golpear a mi hijo.
Y me embarace
nuevamente; recuerdo que anteriormente le dije que jamás tendría otro hijo de
él, y sin embargo ya venía en camino, cuando supo, me prometió que me cuidaría,
que las cosas cambiarían, y creí, nuevamente creí, y es que cuando tu
autoestima esta por los suelos, con una sola caricia y muestra de ternura, te derrotas
y confías nuevamente (quien no haya vivido esto, no lo puede entender).
Ahora sí “la astucia me
acompañó” decidí vender sumbananas, en casa de mi madre, pues por ahí pasaban
cientos de personas a las escuelas cercanas, así que me fui prácticamente de
asilada con mi hijo y mi marido para “trabajar” en casa de mi madre, sólo
ocasionalmente nos íbamos a nuestra casa.
Ante mi familia era un
hombre atento, comprensivo y hasta tierno, pero ahí donde me sentía arropada,
sacaba un poco de mi mal carácter y recuerdo que hasta me llamaban la atención
diciéndome que no lo tratara así, que me portara bien con él; obvio, ellos
ignoraban mi situación real.
Decidí ir a mi casa a
media semana, pues necesitaba ropa para el resto de la semana, pasó por mí el
miércoles por la noche; recuerdo que yo llevaba la pañalera y una bolsa con
ropa, mientras que él llevaba al bebé en brazos, y yo tenía seis meses y medio
de embarazo.
Cuando abrió la puerta
de la casa, dejó al bebé en el sillón, y prácticamente me metió de las greñas,
y ahí, tirada en el suelo inicio pateándome, diciéndome que me crecía delante
de mi familia, que ahora que estábamos solos le contestara como lo hacía cuando
estaban ellos, y yo en posición fetal trataba a toda forma de cubrir mi
vientre.
Todo fue inútil, la
mañana siguiente era jueves 29 de junio; me dieron dolores, tuve que acudir al
médico, quien tras auscultarme me vio moretones, y me preguntó qué había
pasado, Y MENTI, tontamente mentí, le dije que con mi bebé en brazos y con la
panza no vi un batiente y me había caído.
Me dijo que me pondrían
una inyección, esperando que mi cuerpo reaccionara favorablemente, y el
producto se encontrara bien, pero si había algún tipo de desecho no fuera a la
clínica sino directo al hospital, pasé la tarde acostada con mi bebé a un lado.
Ya entrada la noche pasó
lo inevitable; inicié con dolores y desechos, le pedí de favor me llevara al
hospital pues me sentía muy mal; él llamó a su madre para que se quedara con el
bebé, diciendo que yo me sentía mal y me llevaría al hospital, acto seguido
llega mi suegra y nos vamos en un taxi al hospital.
Cuando bajé del taxi no
podía caminar, por lo cual él me gritaba, “¡apúrale! No que te duele tanto; ahí
vienes llorando, y aquí no quieres ni caminar, ¡muévete!”, yo sentía mucho
dolor, pero igual sentía que algo me estaba saliendo, y que al dar el paso algo
se me caería, llegué a un sanitario, pues sentía inmensas ganas de hacer,
recuerdo un gran dolor, y que la puerta del sanitario se abrió, era una
enfermera y un médico que me subieron a una camilla, y me dijeron: “mija,
ya nació su bebe, ¡es una niña!. Todo va a estar bien mija”, tranquila”. Pero
yo sabía que nada estaba bien. Mi bebé no tenía ni siete meses de gestación, me
atendieron a mí, y a la bebé la metieron a una incubadora, a los 45 minutos
murió.
Cuando me avisaron, me
llené de una rabia desconocida, y un dolor inmenso, la presión arterial subió
en forma escandalosa, y me internaron, no podía con el dolor, con la rabia y
obviamente la presión no bajaba.
Por fin la controlaron,
y un par de días después salí del hospital, me refugie en casa de mi madre,
donde pasé unos días, tratando, no de superar la perdida, sino el enojo con
Dios, con mi marido, pero sobretodo y por primera vez conmigo misma, por
haber permitido que esto ocurriera.
Dejé el negocio, y como
era muy próspero, se hizo cargo mi madre, y hablé por primera vez de
frente con el hombre al cual había dejado de respetar, de amar, y por quien
sólo sentía una profunda rabia.
Me aferré a mi hijo, a
mi enano, a mi cachorro, mi tiempo completo era solo para él, ignorando casi
por completo al padre, que al verse desplazado por el niño, le tomó un poco de
rencor, y quien a base de más maltrato exigía espacio y tiempo.
Pese a todo me volví a
embarazar, (muchas personas dicen no entender cómo se puede
compartir la cama con el agresor) es fácil: hay temor; aparte que en su
lenguaje sólo hay palabras como estas: “eres una inútil”, “buena para
nada”, “sólo para la cama sirves, y eso porque te mantengo, sino ni para eso”.
“Qué ridícula, qué idiota; si vieras como te ves con esa ropa, ni te la
ponías”. “Estás gorda, eres una pendeja”, etc. Así se asume la mujer sin
autoestima; piensa que cuando menos debe “cumplir” por lo que te ofrecen de
comer.
Ahora la alegría que
acompaña un embarazo no la sentía; pero si lo esperaba con amor. De la mano de
mi niño, se hizo un ritual estar cerca de mi madre; diariamente me iba cuando
él se marchaba, la necesidad de aprender o analizar lo que ella vivió, y lo que
yo en ese momento pasaba; o tal vez la necesidad de sentir el amor de alguien
que segura estoy me ama, y sin palabras podría comprender por lo que
pasaba, y en silencio, me regalaba fortaleza.
Y volvió a suceder… un
enojo, golpes y adiós bebé; esta vez fue a los 3 meses de gestación, y la rabia
contenida salió; resurgió con más bríos; (por aquellos días había salido la
escandalosa noticia que una mujer llamada Lorena, de Sudamérica, le había
cortado el miembro a su esposo).
El tema viene a
colación, por lo que hice yo; esta vez no guardé cama, no quise quedarme en
casa de mi madre, el rencor se convirtió en odio, lo que sentía en mi interior
era más fuerte que yo misma.
En silencio transcurrió
el primer día, él trabajaba de noche esa semana, pues rolaba turnos; temprano
por la mañana llegó, se cambio, un short fue todo lo que se puso para dormir,
me levanté, fui a la tienda, compre un rastrillo, y cuando él estaba
profundamente dormido, lo depile completamente, tuve la paciencia de depilarlo
poco a poco, cuando él se movía, esperaba a que se durmiera nuevamente, y
así, termine mi obra, sin que él se diera cuenta.
Salí con una comadre, y
le dije que tenía que ir a un mandado que le encargaba a mi hijo, que si me
tardaba mucho, por favor se lo llevara a mi madre; y volví a casa dispuesta
a todo, cuando llegué lo encontré dormido, aún dormido, la comezón hizo presa
de él.
Tengo que reconocer que
lo disfruté, reía viendo como se rascaba desesperadamente su parte noble.
Parada frente a la cama esperé, y esperé, hasta que la comezón lo despertó;
incrédulo vio sus partes nobles, y con cara de modorro, pero, sorprendido, me
dijo: ¿Qué chingados pasó? Y con mi mejor sonrisa, le contesté: “esto es
para que veas que yo también te puedo cortar el miembro, y ni cuenta te das; y
te advierto, jamás me vuelves a tocar, y si lo haces, que sea hasta que me
mates, porque donde me dejes viva no te la vas a acabar”.
Al contrario de lo que
supuse, el tipo sólo se levantó, se duchó, y volvió a dormir, no me insultó, ni
me amenazó, solo durmió.
Ahí me di por enterada de que al
enfrentarlo, el gran león se convertía en gatito; ahora no le hablaba
prácticamente para nada, cumplía en mis labores domesticas, cuidaba a mi
hijo, pero sin pedir ni dar nada que estuviera mas allá de lo que es la casa,
prácticamente no había contacto alguno.
Mi hijo enfermó una de tantas veces,
pues tenía asma bronquial; justo por esos días de la cuarentena me fui unos
días con mi suegra, pues a mi hijo le hacía daño el frio que se colaba por
entre las láminas de asbesto.
Una habitación en la parte
inferior de la casa era donde yo pasaba los días cuidando de mi hijo; por
esos días descubrí una más de sus tantas infidelidades, por lo cual, y cobijada
en la cuarentena y el enojo, no le permitía que me tocara ni una uña.
Pero una noche llegó bebido, su
madre lo regañó, y él se fue a dormir, rato después fui yo, acomodé a mi
hijo y me dispuse a dormir; en eso se despertó, me tapó la boca y
prácticamente me violo. Lloré toda la noche, le pedía a Dios que me
ayudara, que si en realidad existía me alejara de él, porque si no lo mataría.
Nuevamente duramos tiempo sin
dirigirnos la palabra, y así, molestos, pasamos la Navidad en casa de mi
suegra, y entró el Año Nuevo; la situación seguía siendo la misma,
pero igual, fingiendo que todo estaba bien.
A mediados del mes de enero me
apareció una inflamación debajo de la axila, y me dolía, por lo cual acudí al
médico temerosa de que fuera cáncer de mama; tras checarme, me dijo la doctora
que no podía darme medicamento hasta no descartar un embarazo, lo cual me
dio risa, pues no tenía contacto sexual.
Me fui a visitar a mi madre y le
comenté que no me dieron tratamiento, pues sólo me harían un examen para
descartar embarazo, y después el tratamiento.
Mi madre me dijo que fuéramos a
hacer el examen en un laboratorio particular, que ella asumía el costo; al día
siguiente, temprano fuimos al laboratorio, me hicieron un examen llamado Conteo
de Sub Unidades Beta, el cual salió positivo, al ver el resultado,
rompí en llanto, no era posible, una sola vez, y forzada había tenido
relaciones sexuales con él y pasarme eso.
Me sentí impotente, enojada,
triste, miles de emociones hicieron presa de mí; le había pedido a Dios me
alejara, y ahora estaba pasando todo lo contrario, un eslabón más a la cadena
que me ataba a él.
Llegué a casa de mi suegra y no
dije nada, cuando llegó mi marido le dije que me quería ir a mi casa ¡ya!
Cuando le dije que estaba nuevamente embarazada pero que no quería que me
tocara jamás; la respuesta de él fue “ ¿Embarazada? ¿De quién? ¡Mío no
es! así que ni me vengas con cuentos” ¡andas de puta! ¡Porque a mí no me dejas
ni tocarte!”
No conforme con todas las
majaderías que me dijo, intentó golpearme, pero está vez se llevó una sorpresa,
pues yo tenía un cuchillo detrás de mí, y lo enfrenté cuchillo en
mano, le advertí que estaba dispuesta a matar o morir, que este bebé lo
defendería con la vida, que no me importaba sin pensaba que no era
de él.
Le recordé que me había forzado
dos meses antes, y era justamente el tiempo de gestación;
sorprendentemente el tipo volvió a dar muestras de su gran cobardía, y
retrocedió; fue un embarazo penoso, lleno de insultos, de vulgaridades,
pues tras de venir de con otras mujeres me presumía que venía de con una
“hembra de verdad”, que ella si valía la pena, y que a mí me tenia ahí
por lastima.
Le prometí que lo dejaría, que un
día llegaría y no me encontraría, a lo que él respondía con burlas y sarcasmo;
así pasaron los meses, cuando llegaba al umbral de la puerta, me cantaba: “¡estás
que te vas… y te vas… y no te has ido!, ¡No me amenaces, no me amenaces! “ y otros tantos párrafos de canciones
que usaba para burlarse de mí, pero ahora yo tenía una coraza
puesta, ahora yo protegería a este nuevo ser, pese a todo; así que
ignoraba todas sus ofensas y provocaciones.
Indudablemente su familia se
daba cuenta de la situación, y porque no decir la mía también; pero yo no decía
nada, simplemente protegía a mi bebé, y con mi niño de la mano, iba y venía a
diario con mi madre-
La casa de mi madre era el refugio
donde me llenaba de fortaleza, aunque era una contradicción, porque yo la veía
vivir en violencia; y me prometía que eso no lo viviríamos nosotros, yo
quería para mis cachorros y para mí una vida diferente a esa.
Llegó el día esperado: el 20 de
octubre de 1995, nació mi hija, ahora sí, al verla no pudo decir que no
era de él, pues había heredado los rasgos físicos de su madre;
feliz por tener una hija fuerte, sana y parecida a su madre, cambio por
completo con la bebé, la tomo de estandarte de la perfección, y a mi hijo
y a mí nos relegó a un plano de arrimados.
Nuevamente fue cesárea, y
viviendo en condiciones humillantes, pues no había dejado que me quedara
en casa de mi madre la cuarentena, me sabía vulnerable físicamente,
me agredía mentalmente, me decía que ahora sí había hecho un buen trabajo,
y ahora si la bebé era inteligente, pues salió a su familia.
Ocho días y me quitaron los
puntos, hablé con mi suegra y me sinceré, le dije en las condiciones que
me tenía viviendo, ella solidaria conmigo, me ayudó, me dio algo de
dinero, me ayudó a hacer maletas, y me dijo: “¡vete! “. Bendijo a mis hijos y
me marché.
Fui a casa de mi madre acompañada
por mi cuñada, la menor, le conté todo y le dije que me marchaba a
Tecomán, Colima; con una amiga. Con mucho dolor mi madre me bendijo y me
marché.
Sólo llevaba un porta bebé, mi
niño amarrado a mi cintura, dos pañaleras, y una maleta, fueron todo mi
equipaje, junto con todos mis sueños rotos.
Llegué a casa de mi amiga donde
fui recibida muy bien, me dejaron una habitación para mí y mis hijos. Mi
guardián, mi hermano, me proporcionaba dinero para sustentar los gastos de mi
estancia en aquel lugar, y paso el tiempo; un día me llamó mi hermano, me
advirtió que mi marido salía a Tecomán, por mi o por sus hijos, si yo no quería
volver con él.
De inmediato tomé mis
maletas, y salí de ahí, justo cuando arrancaba el camión donde nosotros
regresábamos a Guadalajara, vi como descendía de otro, él. Llegué a
Guadalajara y me refugié con una tía.
Justo antes de Navidad llegó mi
marido a visitar a mi tía, diciendo que sabía que nos encontrábamos ahí;
habló conmigo, prometió, lloró, se hincó, pero ya no funcionaban ni sus
lágrimas ni sus promesas, sólo le dije que podía ver a sus hijos.
Después de un tiempo mi hermana
tuvo una niña, por lo cual me fui a su casa a ayudarla con la cuarentena, y
tomar su hogar como mi refugio y el de mis hijos; las visitas
de mi marido eran casi a diario, trataba bien a mi hijo, y a mi hija
mejor, y conmigo la gran campaña de promesas, juramentos y demás.
Decía que ahora saldríamos
adelante con nuestros hijos, que le diera una última oportunidad, esa última
oportunidad que tantas y tantas veces di, y nuevamente cedí.
Esta vez puse una condición: se
tendría que hacer la vasectomía, porque yo jamás tendría más hijos,
no estaba dispuesta a sufrir más pérdidas; y así fue que se hizo la
vasectomía, y volvimos a vivir juntos.
Tengo que reconocer que unos meses
fueron muy buenos, de ensueño, podría decirse, era la familia que yo siempre
soñé, la armonía y el bienestar de todos fluyó, pero sólo hasta que otras
faldas se cruzaron en su camino.
De nueva cuenta volvieron los
insultos, los aventones, las ofensas, pero no los golpes; ahora me
aventaba cualquier cosa que tuviera al alcance, pues ya temía que yo le
respondiera de igual forma.
Yo inicié a trabajar con mi
hermano en el laboratorio, eso fue un gran alivio, pues el tiempo que estaba en
casa él la pasaba dormido, y me dio tiempo para convivir con mis hijos, estudiar, y sobre todo tener un poco de tranquilidad que hacía años no la tenía.
Nos llegó la oportunidad de
un crédito para una vivienda, así que adquirimos una casa nueva. Todo
parecía ir bien, había tranquilidad, más dinero, pero de pronto mi marido
perdió el trabajo, por lo cual entró a un bar, mientras yo seguía en el
laboratorio.
Yo sentía que por fin teníamos en
la mira un propósito en común, salir adelante como familia; pero poco
duro el gusto ya que mi marido seguía con su afición por las mujeres,
y sus infidelidades, a las cuales les resté importancia, pues en
este punto, y a pesar de la supuesta armonía, el amor ya había muerto.
De pronto volvió la
violencia física, él siempre se la pasaba molesto, con sueño, por su trabajo de
noche y la vida loca que llevaba; le molestaba cualquier ruido que los niños
hicieran, y volvió a arremeter con mi hijo, a quien insultaba en cuanta
oportunidad se presentaba, le daba aventones, golpes en la cabeza, coscorrones,
patadas en las pompas, en fin.
Lo que más me dolía era que
la violencia física la emprendió contra un niño que tenía un desarrollo
lento y difícil, mientras que mi hija era la princesa a la que todo
capricho cumplía, y se formaron bandos; yo a tratar de quitarle lo mal
criado a mi hija y defendiendo a mi hijo varón, y el ofendiendo,
maltratando a mi hijo, y mal educando a mi hija.
De esta forma regresaron los
golpes, tras los enfrentamientos por los hijos, y tomando como arma y a
la vez como escudo, uno a cada cual; recuerdo que un día, con mi madre de
visita, el se fue a duchar y me pidió una toalla, subí a dársela, me
jaló al interior del baño y me dijo que me lucía cuando estaba mi madre.
En ese momento comenzó a
golpearme; en un baño tan estrecho que yo no tenía cómo protegerme; además no
quería que mi madre se enterara de lo que pasaba, así que dejé que me golpeara,
pero llegó un punto en el que me tomó por el cuello, me recargó sobre el
lavamanos y me apretó del cuello contra la pared, dejándome inmóvil e indefensa
por completo.
Las fuerzas me abandonaban, sentí
que desfallecía, (gracias al lavamanos no caí, pues me sostuvo y así no me pudo
asfixiar), ya con el último de mis alientos, con ambas manos lo tomé del rostro
y encajé mis uñas con todas las fuerzas que en ese momento me quedaban,
acto seguido, me soltó y bajó corriendo cual niño chismoso a decirle a mi
madre: “Mire lo que me hizo su hija”, pues en mis uñas había quedado toda su
piel, y los surcos se podían ver en su cara.
Mi madre, sorprendida y asustada,
hablò con serenidad y dijo: “si no pueden hacer vida juntos, mejor sepárense;
los niños no merecen esta vida”. En este punto termine por
confirmar que era un cobarde total, que no podía luchar cuerpo a cuerpo, que
solo podía agredir, pero pelear no.
Quedé ronca por unos días, y los
moretones en mi cuello, pero no lo denuncié, pues cuando lo intenté, tiempo
atrás, tuve la mala experiencia de ser agredida por el Ministerio Público, que
se concretó a decirme después de relatarle los hechos: ”Señora, pues que le
hizo a su marido para que reaccionara así; piense bien, porque yo lo
mando detener y lo pongo preso, pero en un par de días usted misma vendrá
a sacarlo, mejor vaya a casa y piénselo bien”.
Transcurridos los meses, con la violencia
en su máximo esplendor, mi madre salió del país a visitar a mis hermanas, así
que mi refugio era sólo el laboratorio. Él me regalo un celular, por el cual
checaba dónde estaba, con
quién, y qué hacía; tontamente
pensé que se interesaba nuevamente en mí, pero no, resulta que tomábamos el
mismo tren de ida a nuestros trabajos, y no quería toparse conmigo.
No quería encontrarme porque, muy
seguido iba acompañado por alguna de sus conquistas, así que me preguntaba todo
para evadirme, para andar sin riesgos de que lo viera, pero un día mentí,
pues se me había hecho tarde en el laboratorio, y dije que ya iba en el tren
camino a casa; cuando llegué a la estación con ficha en mano para
depositar en la entrada, lo vi acompañado de una mujer, la tenia
recargada en un árbol y él frente a ella, acariciándole la cara.
Debo de aclarar que no sentí
celos, pero sí me recorrió el cuerpo un calor de enojo, y de
rabia; sólo grite: “¡Buenas noches!”. Y corrí a la entrada del tren, el corrió tras
de mí, yo deposite mi ficha y corrí, él se brincó, por lo que el policía de
vigilancia lo detuvo y no pudo alcanzarme.
A la mañana siguiente, cuando llegó,
empezó a golpearme, y yo aún dormida en la cama, y como de lejos escuchaba su
voz, diciéndome que jamás volviera a hacer lo que hice, que a él no lo
evidenciara. Sorprendida y angustiada, comencé a sentir como todo me daba
vueltas, un zumbido ensordecedor en mis oídos, mis ojos nublados, y comencé a
vomitar, un dolor de cabeza terrible, y le supliqué me llevara al médico,
pues me sentía terrible, sin control de mi para poder levantarme-
Al parecer se asustó, llamó
un taxi y me llevó al hospital, donde me internaron, pues estaba sufriendo una
crisis hipertensiva severa, razón por la cual los médicos temían un infarto, pues a este punto yo
quería articular palabra y me era imposible, el brazo izquierdo era tan pesado, y lo sentía tan
dormido como si estuviera congelado, mi ojo izquierdo se cerró, como si me
hubieran golpeado en el, se inflamó; mi lengua eran tan gruesa que no encontraba espacio en la cavidad
bucal, y mi corazón latía tan
fuerte que pensé me explotaría, ya
no recuerdo más.
Dos días después desperté aún en
el hospital; a mi lado se encontraba una enfermera, que de inmediato me
preguntó cómo me llamaba, si sabía dónde estaba, y me informó
que estuve a punto de sufrir un infarto cerebral, que tenían que tomar unos
estudios, pues temían que una aneurisma se hubiera formado, cosa
que ni sabía que era, y en mi estado tan aturdido ni me preocupaba.
Tres días después me dieron de
alta, él me llevó a mi casa, y recuerdo que yo no salía de este letargo,
de este aturdimiento, sólo sé que dormía, comía, y cuando despertaba todo
el mundo giraba y giraba. Estaba rodeada de almohadas, porque yo sentía
que me caía de la cama, recuerdo un día que desperté, y escuche un
sollozo, y miré, difícilmente reconocí la figura que estaba a un
lado mío, era mi padre, que me decía “Animo negrita, no te me mueras, tu eres
muy fuerte”, pero de igual forma, de mis ojos sólo escurrían lagrimas, no sé,
si era porque no podía reaccionar o en realidad no me interesaba ya vivir.
Estaba tan cansada, que aun mis
hijos me estorbaban cuando subían a verme y preguntar cómo me
sentía, en este momento mi suegra eran quien veía por mis hijos, mi casa, y
obvio, su hijo.
La única hermana radicada en
Guadalajara, estaba internada en un anexo voluntario, y me llamó, me dijo
que la única forma en la que podía cuidarme eran dentro del anexo donde ella se
encontraba; mi padre, y mi marido dijeron sí, llévatela y cuídala.
Recuerdo que llegó mi cuñado, en
su camioneta y me llevó donde mi hermana se encontraba, era una casa
llena de gente extraña, con una tribuna, un comedor grande, y donde me
recibieron muy bien, toda estas personas desconocidas. También se
encontraban al pendiente de mí, no sólo mi hermana, y con reloj en mano, se me
daban los medicamentos, me levantaban y me ayudaban a caminar por
la casa, me bañaban y cambiaban, me daban mis alimentos, lavaban mis ropas, me
llevaban a consulta médica y mostraban caridad por mí, al hacerlo, me
salvaron la vida.
Tragones anónimos, un lugar
plenamente desconocido para mi, lugar donde poco a poco recupere la
vista, la movilidad, pero sobre todo, la autoestima, un lugar donde me
enseñaron que valgo mucho por el sólo hecho de ser hija de Dios, por el sólo
hecho de vivir, me hicieron saber que para que alguien me respetara tenía
que respetarme primero yo misma, y así poder exigir el respeto del cual
gran parte de mi vida carecí: baje de peso, y me amé.
Tres meses después salí
recuperada física, moral y espiritualmente; con nuevos bríos, a luchar por una
familia que aún después de todo esto, pretendía rescatar; pero fue imposible,
lo muerto, muerto está, y volvió la violencia, pero ahora ya tenía un
grupo donde me refugié, donde podía hablar sin tapujos de lo que vivía a
diario, de las agresiones económicas, físicas, psicológicas, y hasta
espirituales que recibía.
Y recibí la ayuda; me
aclararon que para que exista un agresor, primero tiene que existir el
agredido, y que la culpa no sólo era de mi marido por abusar, sino mía por
permitir; que tenía que salvar no sólo mi vida, sino la de mis hijos.
Pasaron los años, dos para ser
exactos; con grupo, trabajando, y saliendo adelante poco a poco, pero ahora con
una coraza más fuerte, hasta que me dio una golpiza donde volví al
hospital, allí una amiga me atendió y se dio cuenta de la violencia que vivía,
me advirtió que ella tenía que hacer la denuncia, que no podía dejar pasar esta
agresión como si nada, y le pedí no lo hiciera, pues yo dejaría para
siempre a este hombre, y me decidí.
Se lo conté primeramente a mi
madre, que por demás está decirlo, sabía todo lo que pasaba, pero si por ella,
no hizo nada jamás, por mi podía hacer menos, pero me animó a que lo comentara
con mi padre, ese hombre que nos dijo que solo viudas nos volvería a
aceptar en casa, el hombre duro e inflexible, pero me escuchó.
Sorprendentemente me
entendió, y no sólo eso, sino que me pregunto: “¿Qué te detiene?
¿Qué te hace falta para que lo dejes?”. Y conteste, dinero. Me dijo: “ok,
¿cuánto?”. Unos
10 mil pesos para poderme ir, le contesté. Y señaló “ven mañana por ellos”. ¿Cuándo te vas? –me preguntó. Contesté: “si me
das el dinero mañana, yo me voy pasado mañana”.
Al día siguiente, discutí con mi
marido antes de irse a trabajar, ahora no recuerdo por qué, sólo sé que me tomó
del pelo, bajando la escalera, me pateaba en cada escalón, y yo sin poder
soltarme, pues me tenía muy bien sujetada, mi hija al verlo, corrió con las
vecinas a pedir ayuda, gritaba vengan pronto mi papá está golpeando a mi
mamá; llegaron dos vecinas, obviamente me soltó, no dijo nada y se marchó a trabajar,
yo agradecí por el auxilio y me fui a casa de mis padres por el dinero.
Mi hermano como siempre estuvo
ahí, me ayudó a empacar, a subir todo a la mudanza, y me deseó buena suerte, y
así me marché en busca de una nueva vida, con mis dos hijos de la mano, a un Estado,
el cual no conocía, una ciudad que, de igual forma, ni
había visitado, dejando atrás
mi tierra natal, mi familia, mis amigos, mi casa, pero sobre todo a mi verdugo,
y llegué a vivir a Nayarit.
Buscando
una paz que necesitaba, tratando de olvidar todo lo malo que viví, y teniendo
muy clara la promesa que hice a mis hijos: ¡NO VIVIREMOS ESA VIOLENCIA NUNCA
MAS!, PERO SOBRE TODO, LA PROMESA QUE ME HICE A MI MISMA, ¡JAMÁS NINGUN HOMBRE
VOLVERÁ A PROPINARME UN SOLO GOLPE!