martes, 30 de diciembre de 2014

Con voluntad y compromiso Roberto le cumple a la UAN


El Rector de la Universidad Autónoma de Nayarit, Juan López Salazar reconoció y agradeció el apoyo otorgado por parte del Gobernador, Roberto Sandoval Castañeda, al gestionar 40 millones de pesos destinados al pago de salarios y prestaciones del personal administrativo y docente que labora en la máxima casa de estudios, y que este martes vieron reflejado en el depósito de dichos recursos económicos en sus cuentas.
Los rubros que fueron pagados corresponden a la segunda quincena del mes de diciembre de 2014, prima  vacacional, día de cumpleaños y adicional para el trabajador manual y administrativo, además de la ayuda para juguetes, se informó mediante un comunicado oficial; donde el rector agradeció además, el financiamiento que se consiguió gracias a la gestión del mandatario estatal, quien al enterarse de difícil situación económica por la que atravesaba la universidad se comprometió a gestionar recursos para el pago de los docentes y administrativos.
En días pasados el jefe del Ejecutivo estatal se reunió con el titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Luis Videgaray  con quien logró obtener 30 millones de pesos, los cuales se sumaron a los 10 millones de pesos que otorgó, mediante un préstamo, el Gobierno del Estado a la máxima casa de estudios para el desahogo de los adeudos con el personal de esta institución educativa.
Al respecto el dirigente del Sindicato de Personal Académico de la Universidad Autónoma de Nayarit (SPAUAN), Carlos Muñoz Barragán reconoció que gracias a las gestiones del Gobernador de la Gente fue posible el pago de estas percepciones. “Gracias a la voluntad del Gobierno del Estado, al señor Gobernador pudimos destrabar  el dinero; al menos la segunda quincena del mes de diciembre, la prima vacacional y la partida que viene por concepto de cumpleaños y es lo que nos va a servir para atenuar poquito estos días”, comentó.
Asimismo y sobre estas gestiones dio su punto de vista el dirigente del Sindicato de Empleados y Trabajadores de la Universidad Autónoma de Nayarit (SETUAN), Luis Manuel Hernández Escobedo, “Afortunadamente para paliar un poco esta situación de crisis de los trabajadores, para poder reivindicar la dignidad de nuestros compañeros hoy ya la Universidad  pagó la quincena segunda de diciembre y las prestaciones”.

Es de destacar que el Gobernador de Nayarit en su cuenta de Facebook comentó lo siguiente: “Con mucho esfuerzo pero siempre pensando en el bienestar de las familias de Nayarit ayudamos con un préstamo de recursos para el pago a trabajadores de la UAN, siempre respetando su autonomía buscaremos soluciones a la falta de recursos en la universidad”. 

lunes, 29 de diciembre de 2014

Soy una sobreviviente de violencia intrafamiliar

Por: Lorena Meza Reyes.


Mi nombre es Lorena Meza Reyes, mi historia la relato el día de hoy esperando sirva para despertar a muchas mujeres que como yo, saben  lo que es vivir dentro de esta terrorífica guerra interna.

Quinta hija de un matrimonio disfuncional,  con seis hijos, dos hombres y  cuatro  mujeres, educados a la usanza antigua, el cual tenían el control con la mirada,  el solo hecho que te hicieran esos “ojos”  te hacía temblar, pues ya sabias que después, cuando llegaran a casa o estuvieran solos, la pagarías caro.

Un padre machista cien por ciento, y una madre sufrida y abnegada, desde mi infancia vi como la mujer era relegada a un segundo plano, pues era quien debería servir, atender, y hasta “mimar” al varón; el que, por el solo hecho de serlo, tenía todos los derechos de hacer y decir, pues, era el “hombre”.

Crecí  viendo como mi madre era ofendida, humillada, golpeada  y ella asumía el papel que le habían otorgado, con el famoso  “es tu cruz”. Así pasé gran parte de mi vida en “familia”, siendo de la misma forma que mi madre; ofendida, humillada y golpeada, asumiendo el papel que me habían otorgado a mí: “Es tu padre y debes respetarlo”.  A grandes rasgos esa fue la vida en casa paterna.

La adolescencia llego a mi vida, con ella  la ilusión, vanidad y alegría que la caracterizan, pero siempre acompañada de un velo de terror  si cometes un error, pues la amenaza paterna era: “a la que me salga con un domingo siete  la mato”.

Así pues, llegó el momento de conocer a mi verdugo; ese chico apuesto y alegre que me comprendía y me brindaba apoyo; el que me escuchaba y me prometía que el futuro a su lado sería  diferente;  al cual, como diría Gloria Trevi, “con los ojos cerrados” fui tras él, ante la negativa de mi padre, de que él fuera el hombre con el cual compartiera mi vida. Desafié  la autoridad, la familia y al mundo entero, y me case con él.

La boda con la que toda chica sueña, con vestido blanco, largo, velo, corona,  ramo, arras, anillo, zapatos, peinado maquillaje;  un templo arreglado, lleno de flores para la ocasión, con una alfombra roja hasta la escalinata de entrada. Una ceremonia  privada; sólo para los invitados de ambas familias.

Una gran fiesta, en un casino exclusivo, con un conjunto  versátil, y otros sueños,  me fueron negados; pero aún así, iba al matadero muy segura de mí, en aquel momento.  

Lucí el día de mi boda un vestido de uso diario, zapatos viejos pero bien voleados, y nada más; Era una ceremonia de matrimonios colectivos, donde la única que no había vivido ya con su pareja, creo, era yo. Mi larga lista de invitados se resumía a mi hermana y su familia, mi hermano y su esposa, mi cuñada y su esposo, además de una vecina.

La gran fiesta se convirtió en una  comida en casa de quien desde ese día seria mi suegra oficialmente.

Y el cuento de hadas da inicio…  Me voy a vivir con mi flamante marido, a un lugarcito que ya previamente habíamos comprado, era prácticamente un lote baldío, el cual se le construyó una barda, y,  apoyándose en las bardas del vecino, unas vigas con láminas de asbesto, una tasa de baño, que se hizo de tablas; así como cartones y plásticos, el cuarto de baño.

Pero aún así, la ilusión de una vida mejor llena de amor  y comprensión, seguía vigente; con toda la fe puesta en un  futuro mejor. Pero mi príncipe azul, al verme sola, sin amparo alguno, se convirtió en ogro.

A pesar de que sabía que el barrio donde estaba nuestro flamante castillo me atemorizaba por  sus calles oscuras, empedradas, alejadas de las avenidas, no le importó, pues al fin él tenía a su dama enclaustrada.

Lo peor era que rondaban por ahí todo tipo de malhechores,  viciosos, drogadictos, los cuales entraban a hacer sus necesidades a mi baño, sin pedir permiso, o el menor de los avisos; simplemente hacían uso de él y listo.

El flamante baño no tenia luz, ni una puerta segura; he de comentar que  la puerta de entrada a la casa era de tablitas de caja de jitomate.  Él se iba con sus amigos después de salir de trabajar, a beber o a platicar; igual, ni sé a qué se iba, pero me dejaba en la más profunda soledad y tristeza.

Ahora tenía que asumir el papel que yo había elegido; el de “la esposa” (Pero no hay que olvidar que sólo conocía un papel de esposa, abnegada, humillada y golpeada), por lo cual no me costó  mucho asumir que eso era así.

Para mí era lo normal en todos los matrimonios, que mi deber era soportar sin quejarme, pues a final de cuentas era el hombre a quien amaba; y todavía no me había golpeado. Aparte, cuando él llegara, me diría que me amaba, y me acariciaría, con eso todo quedaría olvidado.

Pasaron los meses y volví a tener contacto con mi familia;  paradójicamente, a pesar de lo sufrido me sentía acompañada y protegida. Pues en mi castillo, la vida de pareja era igual o más terrorífica que la que viví a su lado, porque cuando viví en familia compartía los disgustos, las ofensas  y los golpes con mis cinco hermanos y madre.

Lo malo fue que ahora todo era mío, solo para mí. Creo que aprendí bien de mi madre a sonreír,  y decir que “todo estaba bien”, a callar mi dolor, y cubrir los golpes que en aquel momento se me propinaban por todo y por nada.

Llegó el momento que me sentí con fuerza, con luz, con gran alegría: estaba embarazada; quizás este nuevo ser que se gestaba en mi vientre, haría que todo cambiara.

Pero seguí viviendo en el error; no se me respetó en ningún momento, ni aun así, se me dejó de ofender o golpear. Al sexto mes de embarazo apareció la preeclampsia, con la cual me vi obligada a pasar largas temporadas internada en el hospital, tratando de salvar a aquel ser que en ese momento era lo que me mantenía de pie.

El día esperado llegó: nació mi hijo, un varón de 3 kilos 550 gramos, pero no me lo mostraron, no me daban razón de él; pasó todo el día, y la angustia más atroz  me invadía, pues yo estaba en mi cama esperando a mi bebé y jamás llegó.  

Familiares iban y venían, dando regalitos y felicitaciones, pero el bebé no llegaba; Ya era de noche, y nadie me daba razón alguna. A la mañana siguiente, muy temprano, me levanté como pude, pues fue cesárea;  Me duché y fui en búsqueda de información. Tras rondar por los pasillos, elevadores y módulos de enfermeras, por fin di con él: estaba en terapia intensiva, sufrió hipoxia cerebral al nacer, estaba diagnosticado como muy grave, y  al verlo tras un cristal, solo, en una incubadora llena de aparatos, el mundo se desplomó, me abandonaron las fuerzas, y me molesté con Dios.

¿Qué acaso no era demasiado ya lo sufrido? ¿Por qué ahora me quería quitar lo que me había mantenido de pie? ¿Qué le debía? ¿Qué no era suficiente el pago aún?

Al llegar mi marido me llené de rabia de coraje, y así, recién operada, la tomé contra él (por primera vez supe lo que era enfrentarlo de igual a igual), pero su respuesta no fue la que esperaba, por el contrario, fue cordial, supongo también le dolía y me veía como estaba con una operación reciente.

Me prometió llorando, y de rodillas, que si Dios nos dejaba a nuestro hijo todo cambiaría, que seriamos una familia en armonía, y creí, tontamente creí.

Como tantas otras veces mi necesidad de una vida normal me hizo caer, salí del  hospital sin mi hijo. Ocho días después me entregaron a mi bebé,  al abrazarlo, al estrecharlo, me convencí de que todo había valido la pena, y con renovadas fuerzas continúe  en este matrimonio, que por más que yo ponía de mi parte, no podía salvar sola.

Mi cachorro, (como llamé a mi bebé) fue diagnosticado con parálisis cerebral leve, no recuerdo cuantas veces lloré, y en mi dolor me acompañaba quien, he de reconocer, siempre me dio la mano y me apoyó tanto en lo económico como en lo moral. Cuando me veía llorar por la impotencia de ver a mi hijo así, siempre me dijo: ¡Ánimo! ¡Aquí estoy, y vamos a poder!

Mi hermano, él que ahora era padrino de mi hijo, el que pagó incontables visitas al médico, estudios, zapatos especiales, medicamentos, y todo cuanto mi flamante marido se negaba.

Cuando recibió el diagnostico y las indicaciones de terapias tempranas, medicamentos y tratamientos especializados, lejos de darme la mano y decir vamos juntos, me dijo textualmente: “¿Qué se podría esperar? si tú y tu familia son una bola de estúpidos”.

Tales palabras aún el día de hoy duelen, pues se espera cuando menos que el dolor de padre lo hiciera sentir lástima como mínimo; pero ni eso, todo lo contrario; él ahora tenía una arma más con la cual me lastimaba. Algo que tengo que reconocer es que Televisa se perdió de un gran actor, pues mi marido era uno cuando había gente delante de nosotros, y totalmente contrario cuando nos encontrábamos solos.

Y así, luchando día a día por salir adelante y sacar a mi hijo conmigo, molesta aun con Dios porque sentía que él me había abandonado, seguí padeciendo humillaciones, insultos, golpes, pero eso sí, con una gran sonrisa, fingiendo que todo estaba bien, aunque en realidad las cosas habían empeorado, pues las golpizas que me propinaba eran con mi hijo en brazos.

Así que yo sólo recibía golpes, me quedaba quieta, no hacía el más mínimo movimiento para defenderme, por el temor de golpear a mi hijo.

Y me embarace nuevamente; recuerdo que anteriormente le dije que jamás tendría otro hijo de él, y sin embargo ya venía en camino, cuando supo, me prometió que me cuidaría, que las cosas cambiarían, y creí, nuevamente creí, y es que cuando tu autoestima esta por los suelos, con una sola caricia y muestra de ternura, te derrotas y confías nuevamente (quien no haya vivido esto, no lo puede entender).

Ahora sí “la astucia me acompañó” decidí vender sumbananas, en casa de mi madre, pues por ahí pasaban cientos de personas a las escuelas cercanas, así que me fui prácticamente de asilada con mi hijo y mi marido para “trabajar” en casa de mi madre, sólo ocasionalmente nos íbamos a nuestra casa.

Ante mi familia era un hombre atento, comprensivo y hasta tierno, pero ahí donde me sentía arropada, sacaba un poco de mi mal carácter y recuerdo que hasta me llamaban la atención diciéndome que no lo tratara así, que me portara bien con él; obvio, ellos ignoraban mi situación real.

Decidí ir a mi casa a media semana, pues necesitaba ropa para el resto de la semana, pasó por mí el miércoles por la noche; recuerdo que yo llevaba la pañalera y una bolsa con ropa, mientras que él llevaba al bebé en brazos, y yo tenía seis meses y medio de embarazo.

Cuando abrió la puerta de la casa, dejó al bebé en el sillón, y prácticamente me metió de las greñas, y ahí, tirada en el suelo inicio pateándome, diciéndome que me crecía delante de mi familia, que ahora que estábamos solos le contestara como lo hacía cuando estaban ellos, y yo en posición fetal trataba a toda forma de cubrir mi vientre.

Todo fue inútil, la mañana siguiente era jueves 29 de junio; me dieron dolores, tuve que acudir al médico, quien tras auscultarme me vio moretones, y me preguntó qué había pasado, Y MENTI, tontamente mentí, le dije que con mi bebé en brazos y con la panza no vi un batiente y me había caído.

Me dijo que me pondrían una inyección, esperando que mi cuerpo reaccionara favorablemente, y el producto se encontrara bien, pero si había algún tipo de desecho no fuera a la clínica sino directo al hospital, pasé la tarde acostada con mi bebé a un lado.

Ya entrada la noche pasó lo inevitable; inicié con dolores y desechos, le pedí de favor me llevara al hospital pues me sentía muy mal; él llamó a su madre para que se quedara con el bebé, diciendo que yo me sentía mal y me llevaría al hospital, acto seguido llega mi suegra y nos vamos en un taxi al hospital.

Cuando bajé del taxi no podía caminar, por lo cual él me gritaba, “¡apúrale! No que te duele tanto; ahí vienes llorando, y aquí no quieres ni caminar, ¡muévete!”, yo sentía mucho dolor, pero igual sentía que algo me estaba saliendo, y que al dar el paso algo se me caería, llegué a un sanitario, pues sentía inmensas ganas de hacer, recuerdo un gran dolor, y que la puerta del sanitario se abrió, era una enfermera y un médico que me subieron a una camilla, y me dijeron:  “mija, ya nació su bebe, ¡es una niña!. Todo va a estar bien mija”, tranquila”. Pero yo sabía que nada estaba bien. Mi bebé no tenía ni siete meses de gestación, me atendieron a mí, y a la bebé la metieron a una incubadora, a los 45 minutos murió.

Cuando me avisaron, me llené de una rabia desconocida, y un dolor inmenso, la presión arterial subió en forma escandalosa, y me internaron, no podía con el dolor, con la rabia y obviamente la presión no bajaba.

Por fin la controlaron, y un par de días después salí del hospital, me refugie en casa de mi madre, donde pasé unos días, tratando, no de superar la perdida, sino el enojo con Dios, con mi marido, pero sobretodo y  por primera vez conmigo misma, por haber permitido que esto ocurriera.

Dejé el negocio, y como era muy próspero, se hizo cargo mi madre,  y hablé por primera vez de frente con el hombre al cual había dejado de respetar, de amar, y por quien sólo sentía una profunda rabia.

Me aferré a mi hijo, a mi enano, a mi cachorro, mi tiempo completo era solo para él, ignorando casi por completo al padre, que al verse desplazado por el niño, le tomó un poco de rencor, y quien a base de más maltrato exigía espacio y tiempo.

Pese a todo me volví a embarazar, (muchas personas dicen no    entender cómo se puede compartir la cama con el agresor) es fácil: hay temor; aparte que en su lenguaje sólo hay palabras  como estas: “eres una inútil”, “buena para nada”, “sólo para la cama sirves, y eso porque te mantengo, sino ni para eso”.  “Qué ridícula, qué idiota; si vieras como te ves con esa ropa, ni te la ponías”. “Estás gorda, eres una pendeja”, etc. Así se asume la mujer sin autoestima; piensa que cuando menos debe “cumplir” por lo que te ofrecen de comer.

Ahora la alegría que acompaña un embarazo no la sentía; pero si lo esperaba con amor. De la mano de mi niño, se hizo un ritual estar cerca de mi madre; diariamente me iba cuando él se marchaba, la necesidad de aprender o analizar lo que ella vivió, y lo que yo en ese momento pasaba; o tal vez la necesidad de sentir el amor de alguien que  segura estoy me ama, y sin palabras podría comprender por lo que pasaba, y en silencio, me regalaba fortaleza.

Y volvió a suceder… un enojo, golpes y adiós bebé; esta vez fue a los 3 meses de gestación, y la rabia contenida salió; resurgió con más bríos; (por aquellos días había salido la escandalosa noticia que una mujer llamada Lorena, de Sudamérica, le había cortado el miembro a su esposo).
El tema viene a colación, por lo que hice yo; esta vez no guardé cama, no quise quedarme en casa de mi madre, el rencor se convirtió en odio, lo que sentía en mi interior era más fuerte que yo misma.

En silencio transcurrió el primer día, él trabajaba de noche esa semana, pues rolaba turnos; temprano por la mañana llegó, se cambio, un short fue todo lo que se puso para dormir, me levanté, fui a la tienda, compre un rastrillo, y cuando él estaba profundamente dormido, lo depile completamente, tuve la paciencia de depilarlo poco a poco, cuando él se movía, esperaba a que se durmiera nuevamente, y así,  termine mi obra, sin que él se diera cuenta.

Salí con una comadre, y le dije que tenía que ir a un mandado que le encargaba a mi hijo, que si me tardaba mucho, por favor se lo llevara a mi madre;  y volví a casa dispuesta a todo, cuando llegué lo encontré dormido, aún dormido, la comezón hizo presa de él.

Tengo que reconocer que lo disfruté, reía viendo como se rascaba desesperadamente su parte noble. Parada frente a la cama esperé, y esperé, hasta que la comezón lo despertó; incrédulo vio sus partes nobles, y con cara de modorro, pero, sorprendido, me dijo: ¿Qué chingados pasó?  Y con mi mejor sonrisa, le contesté: “esto es para que veas que yo también te puedo cortar el miembro, y ni cuenta te das; y te advierto, jamás me vuelves a tocar, y si lo haces, que sea hasta que me mates, porque donde me dejes viva no te la vas a acabar”. 

Al contrario de lo que supuse, el tipo sólo se levantó, se duchó, y volvió a dormir, no me insultó, ni me amenazó, solo durmió.

Ahí me di por enterada de que al enfrentarlo, el gran león se convertía en gatito; ahora no le hablaba prácticamente para nada,  cumplía en mis labores domesticas, cuidaba a mi hijo, pero sin pedir ni dar nada que estuviera mas allá de lo que es la casa, prácticamente no había contacto alguno.

Mi hijo enfermó una de tantas veces, pues tenía asma bronquial; justo por esos días de la cuarentena me fui unos días con mi suegra, pues a mi hijo le hacía daño el frio que se colaba por entre las láminas de asbesto.

Una habitación en la parte inferior de la casa era donde yo pasaba los días cuidando de mi hijo;  por esos días descubrí una más de sus tantas infidelidades, por lo cual, y cobijada en la cuarentena y el enojo, no le permitía que me tocara ni una uña.

Pero una noche llegó bebido, su madre lo regañó, y él se fue a dormir, rato después fui yo,  acomodé a mi hijo y  me dispuse a dormir; en eso se despertó, me tapó la boca y prácticamente me violo.  Lloré toda la noche, le pedía a Dios que me ayudara, que si en realidad existía me alejara de él, porque si no lo mataría.

Nuevamente duramos tiempo sin dirigirnos la palabra, y así, molestos, pasamos la Navidad en casa de mi suegra,  y entró el Año Nuevo; la situación seguía siendo la misma,  pero igual, fingiendo que todo estaba bien.

A mediados del mes de enero me apareció una inflamación debajo de la axila, y me dolía, por lo cual acudí al médico temerosa de que fuera cáncer de mama; tras checarme, me dijo la doctora que no podía darme medicamento hasta no descartar un embarazo,  lo cual me dio risa, pues no tenía contacto sexual.

Me fui a visitar a mi madre y le comenté que no me dieron tratamiento, pues sólo me harían un examen para descartar embarazo, y después el tratamiento.

Mi madre me dijo que fuéramos a hacer el examen en un laboratorio particular, que ella asumía el costo; al día siguiente, temprano fuimos al laboratorio, me hicieron un examen llamado Conteo de Sub Unidades Beta, el cual salió positivo,  al ver el resultado,  rompí en llanto, no era posible, una sola vez, y forzada había tenido relaciones sexuales con él y pasarme eso.

Me sentí impotente, enojada, triste, miles de emociones hicieron presa de mí; le había pedido a Dios me alejara, y ahora estaba pasando todo lo contrario, un eslabón más a la cadena que me ataba a él.

Llegué a casa de mi suegra y no dije nada,  cuando llegó mi marido le dije que me quería ir a mi casa ¡ya! Cuando le dije que estaba nuevamente embarazada pero que no quería que me tocara jamás;  la respuesta de él fue “ ¿Embarazada? ¿De quién? ¡Mío no es! así que ni me vengas con cuentos” ¡andas de puta! ¡Porque a mí no me dejas ni tocarte!”

No conforme con todas las majaderías que me dijo, intentó golpearme, pero está vez se llevó una sorpresa, pues yo tenía un cuchillo detrás de mí,  y lo enfrenté cuchillo en mano,  le advertí que estaba dispuesta a matar o morir, que este bebé lo defendería con la vida,  que  no me importaba sin pensaba que no era de él.

Le recordé que me había forzado dos meses antes, y era justamente el tiempo de gestación;  sorprendentemente el tipo volvió a dar muestras de su gran cobardía, y retrocedió; fue  un embarazo penoso, lleno de insultos, de vulgaridades, pues tras de venir de con otras mujeres me presumía que venía de con una “hembra de verdad”, que ella si valía la pena, y que  a mí me tenia ahí por lastima.

Le prometí que lo dejaría, que un día llegaría y no me encontraría, a lo que él respondía con burlas y sarcasmo; así pasaron los meses, cuando llegaba al umbral de la puerta, me cantaba: “¡estás que te vas… y te vas… y no te has ido!, ¡No me amenaces, no me amenaces! “  y otros tantos párrafos de canciones que  usaba para burlarse de mí, pero ahora yo tenía una coraza puesta,  ahora yo protegería a este nuevo ser, pese a todo; así que ignoraba todas sus ofensas y provocaciones.

Indudablemente su familia se daba cuenta de la situación, y porque no decir la mía también; pero yo no decía nada, simplemente protegía a mi bebé, y con mi niño de la mano, iba y venía a diario con mi madre-

La casa de mi madre era el refugio donde me llenaba de fortaleza, aunque era una contradicción, porque yo la veía vivir en violencia; y me prometía que eso no lo viviríamos nosotros,  yo quería para mis cachorros y para mí una vida diferente a esa.

Llegó el día esperado: el 20 de octubre de 1995, nació mi hija,  ahora sí, al verla no pudo decir que no era de él, pues había  heredado los rasgos físicos de su madre;  feliz por tener una hija fuerte, sana y parecida a su madre,  cambio por completo con la bebé, la tomo de estandarte de la perfección, y  a mi hijo y a mí nos relegó a un plano de arrimados.

Nuevamente fue cesárea,  y viviendo  en condiciones humillantes, pues no había dejado que me quedara en casa de mi madre la cuarentena,  me sabía vulnerable físicamente,  me agredía mentalmente, me decía que ahora sí había hecho un buen trabajo,  y ahora si la bebé era inteligente, pues salió a su familia.

Ocho días y me quitaron los puntos,  hablé con mi suegra y me sinceré, le dije en las condiciones que me tenía viviendo,  ella solidaria conmigo, me ayudó, me dio algo de dinero, me ayudó a hacer maletas, y me dijo: “¡vete! “. Bendijo a mis hijos y me marché.

Fui a casa de mi madre acompañada por mi cuñada, la menor,  le conté todo y le dije que me marchaba a Tecomán, Colima; con una amiga. Con mucho dolor mi madre me bendijo y me marché.

Sólo llevaba un porta bebé, mi niño amarrado a mi cintura, dos pañaleras, y una maleta, fueron todo mi equipaje, junto con todos mis sueños rotos.

Llegué a casa de mi amiga donde fui recibida muy bien, me dejaron una habitación para mí y mis hijos. Mi guardián, mi hermano, me proporcionaba dinero para sustentar los gastos de mi estancia en aquel  lugar, y paso el tiempo; un día me llamó mi hermano, me advirtió que mi marido salía a Tecomán, por mi o por sus hijos, si yo no quería volver con él. 

De inmediato  tomé mis maletas, y salí de ahí, justo cuando arrancaba el camión donde nosotros regresábamos a Guadalajara, vi como descendía de otro, él.  Llegué a Guadalajara y me refugié con una tía.

Justo antes de Navidad llegó mi marido a  visitar a mi tía, diciendo que sabía que nos encontrábamos ahí; habló conmigo, prometió, lloró,  se hincó, pero ya no funcionaban ni sus lágrimas ni sus promesas, sólo le dije que podía ver a sus hijos.

Después de un tiempo mi hermana tuvo una niña, por lo cual me fui a su casa a ayudarla con la cuarentena, y tomar  su  hogar como mi refugio y el de mis hijos;  las visitas de mi marido eran casi a diario,  trataba bien a mi hijo, y a mi hija mejor, y conmigo la gran campaña de promesas, juramentos y demás.

Decía que ahora saldríamos adelante con nuestros hijos, que le diera una última oportunidad, esa última oportunidad que tantas y tantas veces di, y nuevamente cedí.

Esta vez puse una condición: se tendría que hacer la vasectomía, porque yo jamás  tendría  más hijos, no estaba dispuesta a sufrir más pérdidas; y así fue que se hizo la  vasectomía, y volvimos a vivir juntos.

Tengo que reconocer que unos meses fueron muy buenos, de ensueño, podría decirse, era la familia que yo siempre soñé,  la armonía y el bienestar de todos fluyó, pero sólo hasta que otras faldas se cruzaron en su camino.

De nueva cuenta volvieron los insultos, los aventones, las ofensas,  pero no los golpes; ahora me aventaba cualquier cosa que tuviera al alcance, pues ya temía que yo le respondiera de igual forma.

Yo inicié a trabajar con mi hermano en el laboratorio, eso fue un gran alivio, pues el tiempo que estaba en casa él la pasaba dormido,  y me dio tiempo para convivir con mis hijos,  estudiar,  y sobre todo tener un poco de tranquilidad que hacía años no la tenía.

Nos  llegó la oportunidad de un crédito para una vivienda,  así que adquirimos una casa nueva. Todo parecía ir bien, había tranquilidad, más dinero,  pero de pronto mi marido perdió el trabajo, por lo cual entró a un bar, mientras yo seguía en el laboratorio.

Yo sentía que por fin teníamos en la mira un propósito en común, salir adelante como familia;  pero poco duro el gusto ya que mi marido  seguía con su afición por las mujeres,  y  sus infidelidades, a las cuales les resté importancia, pues en este punto, y a pesar de la supuesta armonía, el amor ya había muerto.

De pronto volvió  la violencia física, él siempre se la pasaba molesto, con sueño, por su trabajo de noche y la vida loca que llevaba; le molestaba cualquier ruido que los niños hicieran, y volvió a arremeter con mi hijo, a quien insultaba en cuanta oportunidad se presentaba, le daba aventones, golpes en la cabeza, coscorrones, patadas en las pompas, en fin.

Lo que más me dolía era que  la violencia física la emprendió contra un niño que tenía un desarrollo lento y difícil,  mientras que mi hija era la princesa a la que todo capricho cumplía, y se formaron bandos;  yo a tratar de quitarle lo mal criado a mi hija y defendiendo a  mi hijo varón, y el ofendiendo, maltratando a  mi hijo, y  mal educando a mi hija.

De esta forma regresaron los golpes,  tras los enfrentamientos por los hijos, y tomando como arma y a la vez como escudo, uno a cada cual; recuerdo que un día, con mi madre de visita, el se fue a duchar y me pidió una toalla,  subí a dársela, me  jaló al interior del baño y me dijo que me lucía cuando estaba mi madre.

En ese momento  comenzó a golpearme; en un baño tan estrecho que yo no tenía cómo protegerme; además no quería que mi madre se enterara de lo que pasaba, así que dejé que me golpeara, pero llegó un punto en el que me tomó por el cuello,  me recargó sobre el lavamanos y me apretó del cuello contra la pared, dejándome inmóvil e indefensa por completo.

Las fuerzas me abandonaban, sentí que desfallecía, (gracias al lavamanos no caí, pues me sostuvo y así no me pudo asfixiar), ya con el último de mis alientos, con ambas manos lo tomé del rostro y encajé mis uñas con todas las fuerzas que en ese momento me quedaban,  acto seguido, me soltó y bajó corriendo cual niño chismoso a decirle a mi madre: “Mire lo que me hizo su hija”, pues en mis uñas había quedado toda su piel, y los surcos se podían ver en su cara.

Mi madre, sorprendida y asustada, hablò con serenidad y dijo: “si no pueden hacer vida juntos, mejor sepárense; los niños no merecen esta vida”. En este punto  termine por confirmar que era un cobarde total, que no podía luchar cuerpo a cuerpo, que solo podía agredir, pero pelear no.

Quedé ronca por unos días, y los moretones en mi cuello, pero no lo denuncié, pues cuando lo intenté, tiempo atrás, tuve la mala experiencia de ser agredida por el Ministerio Público, que se concretó a decirme después de relatarle los hechos: ”Señora, pues que le hizo a su marido para que reaccionara así; piense bien, porque  yo lo mando detener  y lo pongo preso, pero en un par de días usted misma vendrá a sacarlo, mejor vaya a casa y piénselo bien”.

Transcurridos los meses, con la violencia en su máximo esplendor,  mi madre salió del país a visitar a mis hermanas, así que mi refugio era sólo el laboratorio. Él me regalo un celular, por el cual checaba dónde estaba,  con quién, y qué hacía;  tontamente pensé que se interesaba nuevamente en mí, pero no, resulta que tomábamos el mismo tren de ida a nuestros trabajos, y no quería toparse conmigo.

No quería encontrarme porque, muy seguido iba acompañado por alguna de sus conquistas, así que me preguntaba todo para evadirme, para andar sin riesgos de que lo viera, pero un día mentí,  pues se me había hecho tarde en el laboratorio, y dije que ya iba en el tren camino a casa;  cuando llegué a la estación con ficha en mano para depositar en la entrada, lo vi acompañado de una mujer,  la tenia recargada en un árbol y  él frente a ella, acariciándole la cara.

Debo de aclarar que no sentí celos,  pero sí  me recorrió el cuerpo un calor de enojo,  y de rabia;  sólo grite: “¡Buenas noches!”.  Y corrí a la entrada del tren, el corrió tras de mí, yo deposite mi ficha y corrí, él se brincó, por lo que el policía de vigilancia lo detuvo y no pudo alcanzarme.

A la mañana siguiente, cuando llegó, empezó a golpearme, y yo aún dormida en la cama, y como de lejos escuchaba su voz, diciéndome que jamás volviera  a hacer lo que hice, que a él no lo evidenciara.  Sorprendida y angustiada, comencé a sentir como todo me daba vueltas, un zumbido ensordecedor en mis oídos, mis ojos nublados, y comencé a vomitar, un dolor de cabeza terrible, y le supliqué me llevara al médico, pues  me sentía terrible,  sin control de mi para poder levantarme-

Al parecer se asustó, llamó un taxi y me llevó al hospital, donde me internaron, pues estaba sufriendo una crisis hipertensiva  severa,  razón por la cual los médicos temían un infarto, pues a este punto yo quería articular palabra y me era imposible,  el brazo izquierdo era tan pesado, y lo sentía tan dormido como si estuviera congelado, mi ojo izquierdo se cerró, como si me hubieran golpeado en el, se inflamó;  mi lengua eran tan gruesa que no encontraba espacio en la cavidad bucal,  y mi corazón latía tan fuerte que pensé me explotaría,  ya no recuerdo más.

Dos días después desperté aún en el hospital; a mi lado se encontraba una enfermera, que de inmediato me preguntó cómo   me llamaba, si sabía dónde estaba,  y me informó que estuve a punto de sufrir un infarto cerebral, que tenían que tomar unos estudios, pues temían  que una aneurisma  se hubiera formado, cosa que ni sabía que era, y en mi estado tan aturdido ni me preocupaba.

Tres días después me dieron de alta,  él me llevó a mi casa, y recuerdo que yo no salía de este letargo, de este aturdimiento,  sólo sé que dormía, comía, y cuando despertaba todo el mundo giraba y giraba.  Estaba rodeada de almohadas, porque yo sentía que me caía de la cama,  recuerdo un día que desperté, y escuche un sollozo,  y miré, difícilmente reconocí  la figura que estaba a un lado mío, era mi padre, que me decía “Animo negrita, no te me mueras, tu eres muy fuerte”, pero de igual forma, de mis ojos sólo escurrían lagrimas, no sé, si era porque no podía reaccionar o en realidad no me interesaba ya vivir.

Estaba tan cansada, que aun mis hijos me estorbaban cuando subían a verme y preguntar  cómo me sentía, en este momento mi suegra eran quien veía por mis hijos, mi casa, y obvio, su hijo.

La única hermana radicada en Guadalajara, estaba  internada en un anexo voluntario, y me llamó, me dijo que la única forma en la que podía cuidarme eran dentro del anexo donde ella se encontraba; mi padre, y mi marido dijeron sí, llévatela y cuídala.

Recuerdo que llegó mi cuñado, en su camioneta y me llevó donde mi hermana se encontraba,  era una casa llena de gente extraña, con una tribuna, un comedor grande, y donde me recibieron muy bien,  toda estas personas desconocidas. También se encontraban al pendiente de mí, no sólo mi hermana, y con reloj en mano, se me daban los medicamentos,  me levantaban y  me ayudaban a caminar por la casa, me bañaban y cambiaban, me daban mis alimentos, lavaban mis ropas, me llevaban a consulta médica y mostraban  caridad por mí, al hacerlo, me salvaron la vida.

Tragones anónimos,  un lugar plenamente desconocido para mi, lugar donde poco a poco  recupere la vista, la movilidad, pero sobre todo, la autoestima, un lugar donde me enseñaron que valgo mucho por el sólo hecho de ser hija de Dios, por el sólo hecho de vivir,  me hicieron saber que para que alguien me respetara tenía que respetarme primero yo misma, y así  poder exigir el respeto del cual gran parte de mi vida carecí: baje de peso, y me amé.

Tres meses después salí  recuperada física, moral y espiritualmente; con nuevos bríos, a luchar por una familia que aún después de todo esto, pretendía rescatar; pero fue imposible,  lo muerto, muerto está,  y volvió la violencia, pero ahora ya tenía un grupo donde me refugié, donde podía hablar sin tapujos de lo que vivía a diario, de las agresiones económicas, físicas, psicológicas, y hasta espirituales que recibía.

 Y recibí la ayuda;  me aclararon que para que exista un agresor, primero tiene que existir el agredido, y que la culpa no sólo era de mi marido por abusar, sino mía por permitir; que tenía que salvar no sólo mi vida, sino la de mis hijos.

Pasaron los años, dos para ser exactos; con grupo, trabajando, y saliendo adelante poco a poco, pero ahora con una coraza más fuerte, hasta que me  dio una golpiza donde volví al hospital, allí una amiga me atendió y se dio cuenta de la violencia que vivía, me advirtió que ella tenía que hacer la denuncia, que no podía dejar pasar esta agresión como si nada, y le pedí  no lo hiciera, pues yo dejaría para siempre a este hombre, y me decidí.

Se lo conté primeramente a mi madre, que por demás está decirlo, sabía todo lo que pasaba, pero si por ella, no hizo nada jamás, por mi podía hacer menos, pero me animó a que lo comentara con mi padre, ese hombre que  nos dijo que solo viudas nos volvería a aceptar en casa,  el hombre duro e inflexible, pero me escuchó.

Sorprendentemente me entendió,  y no sólo eso, sino que me pregunto: “¿Qué te detiene? ¿Qué te hace falta para que lo dejes?”. Y conteste, dinero. Me dijo: “ok, ¿cuánto?”.   Unos 10 mil pesos para poderme ir, le contesté. Y señaló “ven mañana por ellos”.  ¿Cuándo te vas? –me preguntó. Contesté: “si me das el dinero mañana, yo me voy pasado mañana”.

Al día siguiente, discutí con mi marido antes de irse a trabajar, ahora no recuerdo por qué, sólo sé que me tomó del pelo, bajando la escalera, me pateaba en cada escalón, y yo sin poder soltarme, pues me tenía muy bien sujetada, mi hija al verlo, corrió con las vecinas a pedir ayuda, gritaba vengan pronto mi papá está  golpeando a mi mamá; llegaron dos vecinas, obviamente me soltó, no dijo nada y se marchó a trabajar, yo agradecí por el auxilio y me fui a casa de mis padres por el dinero.

Mi hermano como siempre estuvo ahí, me ayudó a empacar, a subir todo a la mudanza, y me deseó buena suerte, y así me marché en busca de una nueva vida, con mis dos hijos de la mano,  a un Estado, el cual no conocía, una ciudad que, de igual forma, ni había visitado,  dejando atrás mi tierra natal, mi familia, mis amigos, mi casa, pero sobre todo a mi verdugo, y llegué a vivir a Nayarit.

Buscando una paz que necesitaba, tratando de olvidar todo lo malo que viví, y teniendo muy clara la promesa que hice a mis hijos: ¡NO VIVIREMOS ESA VIOLENCIA NUNCA MAS!, PERO SOBRE TODO, LA PROMESA QUE ME HICE A MI MISMA, ¡JAMÁS NINGUN HOMBRE VOLVERÁ A PROPINARME UN SOLO GOLPE!


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