La OCDE no deja duda cuando publica
que los salarios en México son los más bajos entre los 34 países integrantes de
esa organización. Hoy el salario mínimo se ha homologado en 70 pesos diarios,
como irrisorio sustento de familias promedio de 4.5 integrantes (INEGI): 15.5
pesos por persona para cubrir todas sus necesidades. Es el nuestro un caso
ejemplar de competitividad obtenida mediante castigo al salario para atraer
inversión y exportar. El pasado 29 de octubre, con datos del Banco Mundial, El Financiero publicó que en México se
pagan los salarios mínimos más bajos de Latinoamérica. Para poner esto en
contexto, el mínimo mensual expresado en dólares en algunos países es así:
Argentina 1,184.2 dólares; Venezuela 707.4, Uruguay 619.7, Brasil 435.6, Chile 419.0,
Perú 269.1; en México el mínimo es de 175.5 dólares mensuales. Así, en
Argentina es 575 por ciento más alto que el pagado aquí. En Noruega y
Luxemburgo se pagan los salarios mínimos más altos del mundo: 3 mil 840 y 3 mil
dólares mensuales (21 y 17 veces más altos que los mexicanos), respectivamente.
Y las cosas empeoran. Entre 2005 y 2013, el número de personas que perciben
menos de 10 mil pesos mensuales aumentó en 21 por ciento; actualmente el 92 por
ciento de los trabajadores se hallan en tal situación. Según el INEGI, entre
2012 y 2014 el número de pobres aumentó en dos millones: un millón por año, y
según el investigador Julio Boltvinik, el total rebasó ya los cien millones.
Hoy el 60 por ciento de la población ocupada sobrevive en el sector informal.
Como consecuencia de todo lo anterior, la demanda representada por el mercado
interno se deprime cada día más.
Como salida al problema se ha buscado
colocar la producción en el mercado externo, adoptando el modelo de economía
exportadora. El pasado 3 de octubre, en Puerto Vallarta, Jalisco, refiriéndose
al peso de las exportaciones en el crecimiento económico, el presidente Peña
Nieto dio a conocer que éstas representan el 63 por ciento del Producto Interno
Bruto, casi dos tercios, con lo que prácticamente sólo una tercera parte es
consumida en el mercado doméstico.
Y conste que aquí hablamos sólo de
cantidades exportadas, pues hacia el extranjero va lo mejor de la producción,
por ejemplo en frutas y verduras, quedando para el mercado interno lo de más baja
calidad. Sin embargo, el mercado externo no puede absorber todo el cúmulo de
mercancías que la economía es capaz de generar, pues no está a disposición sólo
de nuestra producción; todos los países buscan colocar en él sus excesos
productivos, y a veces, como nosotros, lo principal de la producción, y los más
competitivos desplazan con sus bajos precios a nuestros productos. Todos los
países que aplican el modelo exportador chocan unos con otros en la búsqueda de
la solución externa para colocar una creciente producción de mercancías y
ninguno desea sacrificarse en beneficio de otros; así, el mercado externo se va
agotando y poco a poco deja de ser solución efectiva que jale la economía; su
creciente saturación va limitando el margen de acción y la eficacia del mercado
externo, agotando el modelo exportador, por más subterfugios que para
“estimularlo” se apliquen, y frenando paulatinamente la capacidad de crecer de
las economías.
Además de reducir el mercado interno,
al traducirse en niveles cada vez más altos de delincuencia e inseguridad, la
pobreza empuja a la alza los costos de transacción, como la protección de la
propiedad: cada día más empresas padecen robos de vehículos, mercancías,
cosechas, dinero, instalaciones metálicas, etc. Sufren además asaltos y
secuestros de propietarios o directivos, muchos de los cuales se ven forzados a
abandonar zonas rurales, emigrar a las ciudades o establecer sus residencias y
familias en los Estados Unidos. México es en nuestros tiempos uno de los países
con el más alto número de secuestros. Han aumentado por la misma razón la
instalación de alarmas, cámaras, alambradas, etc., así como la vigilancia en
carreteras a camiones de carga y el blindaje de automóviles; en esto último, en
el continente, junto con Brasil y Estados Unidos, México es uno de los
principales países. Todo lo anterior eleva costos y daño económico. La
delincuencia, pues, siendo efecto de la pobreza, deviene causa de freno al
crecimiento.
Finalmente, a tales extremos se está
llevando el empobrecimiento; tanto se está concentrando la riqueza y ahondando
la brecha del ingreso, que la irritación social aumenta, y con ello el riesgo
de estallidos de mayor alcance. Lamentablemente los magnates empresariales y su
gobierno, así como los políticos, intelectuales y periodistas a su servicio
parecieran padecer autismo al ignorar o desoír los reclamos sociales de obras
de servicios públicos básicos, vivienda, empleo, mejora salarial, etc., y
acusan de exagerados a quienes advierten la gravedad del aumento en la pobreza
y sus peligrosas secuelas. Consideran que basta con negar el problema para que
desaparezca. Tal actitud de indiferencia tiene su causa objetiva en los
intereses del gran capital, cuya razón de ser, obsesiva y enloquecedora, es
acumular la máxima ganancia en el menor tiempo posible. Los grandes empresarios
razonan, como advertía Keynes: al fin y al cabo en el largo plazo todos
estaremos muertos. Luis XV dijo: Après
moi, le déluge (Después de mí, el diluvio). Así, la demencia en la
acumulación no permite razonar en las consecuencias que ésta entraña; la ley de
la acumulación, característica inmanente de la economía de mercado, se impone
inexorablemente con rigurosa frialdad por encima de las mentes, de la lógica
elemental y el propio espíritu de sobrevivencia de la economía de mercado,
convirtiéndose en su gran amenaza en forma de un creciente encono social. El
capital tiende de manera irremisible hacia su concentración sin que poder
humano ni razón alguna puedan impedirlo, ni siquiera moderarlo. Es urgente, por
tanto, fortalecer el mercado interno y reducir nuestra dependencia de la
demanda exterior a un nivel más racional; debemos pensar más en nuestra
sociedad al producir, cambiar los paradigmas, como suele decirse: producir para
satisfacer necesidades sociales más que para acumular ganancias, algo que sólo
puede lograrse mediante una enérgica política redistributiva en interés de las
grandes mayorías afectadas, impulsada por ellas mismas y no concedida
graciosamente desde arriba. Los actuales favorecidos por la fortuna no lo
harán; a lo sumo pueden simular que distribuyen, mediante ineficaces programas
asistenciales, teletones y limosnas públicas o privadas. Y con propagandistas y
teóricos a su servicio podrán marear a muchos, pero a la realidad no se la
puede engañar, y en el pecado les va la penitencia.