Cito,
textualmente a José Ramón Garmabella en su libro
“Renato por Leduc”, en el párrafo tres de la página 39:
“En “El Mexicano” fuimos hasta San Marcos, y en esa estación
transbordamos al “Interoceánico”, a bordo del cual llegamos hasta una estación
cercana al puerto de Veracruz adonde no pudo entrar el tren a causa de los
invasores. En esa estación bajamos del ferrocarril y algunos nos subimos a uno
de los pocos automóviles que había en aquel tiempo, el cual era un Hudson
propiedad del general Rubio Navarrete.
Debo decir que esa fue la primera vez que me subí a un
automóvil, razón por la cual sentí una gran emoción al hacerlo entre otras
cosas porque, como digo, esa clase de vehículos no era usual hace casi
cincuenta años. ¡Qué lejos estaba en aquel momento de imaginarme que, con el
tiempo, los automóviles inundarían las ciudades contaminándolas y haciendo la
vida casi imposible!… Sobre todo ahora, en cuanto veo a juniorcetes y demás
fauna por el estilo serpentear a toda velocidad por los modernos ejes viales,
pienso que son tipos a los cuales alguien con toda la razón del mundo los mandó
a chingar a su madre y tienen prisa por ir a cumplir la orden…”.
Cito lo anterior porque recuerdo que en Santiago Ixcuintla,
por aquellos años en los que había muy pocos carros rodando por las empedradas
calles, teníamos la gratísima oportunidad de jugar a las canicas, pintando una
raya para hacer el “tiro” y a unos dos o tres metros de él buscábamos un pequeño
agujero o lo hacíamos. El que caía más cerca de la raya era primero en tirar
hacia este “pozo” y tenía derecho a hacer una “cuarta” con la mano extendida
partiendo del agujero para tirar a matar de un canicazo o “pichazo” al
adversario que estuviera más cercano. El que acababa con todos los “enemigos”
se quedaba con la apuesta inicial de varias pichas. O se dibujaba un “fá” en
forma de una semilla y dentro de él se colocaban las canicas en apuesta, y el
que sacaba una o varias tenía derecho a seguir tirando, además en caso de
quedar cerca del “enemigo” también podía matarlo. Se acababa el juego cuando no
quedaba una sola canica en el “fa” o se mataban al –o los- contrincantes.
Igualmente jugábamos al trompo entre las piedras y ganaba el
tiro aquél que más se arrimaba a la raya, con derecho de colocar el trompo del
otro y darle un “teco” o topolazo hasta sacarlo de un círculo que previamente
se pintaba alrededor de una “I” mayúscula, (se denominaba “el quince”) que era
el punto de partida y se podía echárselo a la mano –mientras estuviera girando-
y darle “tecos” para que saliera.
Pasábamos las tardes de todos aquellos alegres días de la
mocedad, jugando en la calle o en espacios libres -como el atrio de la iglesia- sin que nos
molestaran los carros porque no había muchos. Tampoco automóviles de alquiler y
solamente los de ramada de la incipiente cooperativa de autotransportes. Así
cuando de casualidad se travesaba –por ejemplo- el Reo de don Francisco Romero
“El Campesino” (que fue uno de los pioneros de este ramo) se paraba para que
quien estaba en turno acabara su jugada y luego proseguía la marcha.
Igualmente había otros pasatiempos que consistían en jugar a
“la roña”, a las alcanzadas, a los “encantados”, a brincar el lazo y tantos
otros que practicábamos en la calle sin los graves peligros que hoy acechan a
todos los cristianos que se atreven a cruzar de una acera a otra, cuando las
calles están plagadas día y noche de carros, autos, trocas, autobuses,
bicicletas, motos y todo aquello que cuente con ruedas para trasladarse de un
lugar a otro. Sin embargo la cantidad de personas que se ven obligadas a
transitar por ellas, cada vez también es mayor y los peligros son
considerables.
Entendemos a don Renato Leduc, al narrar su vida en aquellos
tiempos revolucionarios en que el ferrocarril era el medio –terrestre- único
para moverse de una parte a otra, las carreteras estaban en pegueros y los
caminos eran prácticamente unos lodazales que se convertían en intransitables a
causa de las lluvias.
Hoy, cualquier hijo de vecino acaudalado –va hacia donde
dijo Renato- manejando un automóvil del año con potencia casi aérea y lo
conduce por esos calles de Dios matando o dejando para vendedores de billetes
de lotería o del melate –como se decía anteriormente cuando estos sorteos eran
para que sacaran el “chivo” los minusválidos, no los que tranzan estas rifas-,
que ahora van en aumento a causa de que
muchos transeúntes son atropellados por los juniorcetes, o mujeres ricas o
desadaptadas al volante o matalotes que creen que manejar un carro es la cosa
más sencilla del mundo… Siendo que es una auténtica responsabilidad que ni los
agentes de Tránsito comprenden.
Control… Señores… Control… Las comparaciones son como las
suegras… odiosas… pero en este caso están al dedillo…
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