Líneas
Por:
José Ma. Narváez Ramírez.
Lo conocí en 1945, cuando
acababa de cumplir siete años y salíamos de la escuela parroquial –de
“pichito”- de don Demetrio Siordia Cázares, el cura de la Parroquia del Señor de la Ascensión , varios
incipientes amigos, como lo son –entre otros- Sergio Peña, los hermanos
Coronel, Zenaido Meza Estrada, de La
Presa y por el que fui a encontrarme con el río por primera
vez a invitación de él.
No
estaba muy crecido y le llegamos por la calle Allende allá donde estaba la
cantina “El Montparnasse” frente a doña Naty –una señora que vendía comida y
cerveza-. Su fama de gran benefactor de la región era muy conocida, así como la
terrífica leyenda de sus traicioneras avenidas. Esa era la bajada que utilizaba
la gente de ambas márgenes para abordar las enormes canoas que eran
palanqueadas por los fuertes cargadores para realizar el servicio de transporte
pluvial.
Como
todo chavo de esa edad, confieso que me causó, aparte de no poca sorpresa,
cierto temor de ver la “enorme” corriente de agua cristalina, (ya la había contemplado
de arriba del Cerro Grande y me parecía una serpiente de plata), y allá en las
extensas playas que el río permitía en tiempos de secas, se veía a una veintena
de chamacos disfrutando de los chapuzones, jugando alegres, “chacoteando” en la
zona más baja del río.
Subir
a la canoa fue toda una emocionante aventura, disipando el temor de la travesía
cuando volteamos a ver el panorama en donde el cerro se convertía en una gran
montaña y las casas se hacían chiquitas mientras más nos alejábamos de la orilla.
El alto campanario de la iglesia parecía de juguete.
Eran
nuestros primeros contactos con el viento en área abierta y la canoa haciendo
una raya en el agua, mientras veíamos saltar los peces y volar las garzas en el
primer plano de un paisaje multicolor donde las hermosas ceibas adornaban la
subida a La Presa
ofreciendo un espectáculo de ensueño.
Nos
causó admiración ver a los cargadores vestidos de blanco, con su gabán
terciado, sus huaraches de cuatro correas y su sombrero arriscado, sudorosos,
empuñando la larga vara para impulsar la sencilla –pero que nos parecía
gigantesca- embarcación a su destino. Las personas viajaban muy quietas, las
damas portando sombrillas de colores y llevando bolsas conteniendo diversos
productos, especialmente comestibles, y los caballeros con su inseparable
sombrero cubriéndose de los implacables rayos del sol y también llevando
talegos y bolsas de diferente manufactura y contenido. Solo nosotros íbamos
cargados de sueños y estupores, inocencias y candidez.
Unos
años después, acompañábamos a las señoras que lavaban la ropa de la casa
ayudándoles con los “tambaches” de la ropa sucia y el jabón y la lejía que
combinaban para realizar la tarea. Mientras ellas hacían las labores de
limpieza azotando la ropa en las piedras que servían de lavaderos, nosotros
retozábamos a su lado, en la orilla del río asoleándonos y echando brincos
rompiendo el cristal multicolor del reflejo del paisaje que momentáneamente se
reflejaba en la corriente.
A
la hora de tender la ropa, ésta se transformaba en chiquihuites pesados
difíciles de cargar y nos daban las piezas sueltas que llevábamos a los
tendederos para que se asolearan largas horas, luego de eso volvíamos a
chirotear incansables para recogerla y emprender el regreso.
Fuimos
testigos de los primeros “baños de palma” que don Félix construyó en la zona
baja del río, junto a las piedras y ramadas de igual material en donde lavaban
la ropa y se protegían de los inclementes rayos solares. A los “cuartos” se
llegaba por una hilera de tablas dispuestas entre palos que servían de
“andaderos” y tenían una especie de lona haciendo las veces de puerta, unos
tablones conformaban el piso de todos, colgaban los clientes la ropa en un
alambre en forma de gancho, ahí se enjabonaba uno y para deslizarse al agua se
sentaba en los tablones y entraba a la corriente a través de un pequeño cuadro
de salida o agujero.
Las
señoras fumaban los cigarrillos “Excelsior” que costaban cinco centavos la
cajetilla y se daban su maña para que no se les mojara entre chupada y chupada.
Ya que lo hacían “en horas de trabajo”. Eran unas mujeres humildes en su
mayoría, muy aguantadoras, simpáticas, que hacían esa dura labor por no tener
otra cosa a qué dedicarse o carecer de preparación para desempeñarse en
trabajos más productivos. Lo cierto es que al regreso desamarraban los
“tambaches” y se ponían a rociar la ropa con la boca para empezar a plancharla
con aquellos artefactos de fierro que calentaban a las brasas en hornillas o
braseros especiales. Les pagaban tres pesos cincuenta centavos la docena
(lavada) y uno cincuenta, la misma cantidad (planchada). Esto era si se trataba
de prendas de vestir, siendo otra paga la de cama. Duraban tres o más horas
hasta terminar la segunda jornada. Era muy curioso mirarlas a la hora de “calar”
la plancha ya que untándose saliva en la mano libre daban un rozón a la plancha
para saber si ya estaba en calidad de utilizarse para desarrugar la ropa. Se
originaba una especie de chasquido o de sonido parecido. (Continuará).
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