jueves, 29 de mayo de 2014

Aquel viejo río Santiago… Parte I

Líneas

Por: José Ma. Narváez Ramírez.


Lo conocí en 1945, cuando acababa de cumplir siete años y salíamos de la escuela parroquial –de “pichito”- de don Demetrio Siordia Cázares, el cura de la Parroquia del Señor de la Ascensión, varios incipientes amigos, como lo son –entre otros- Sergio Peña, los hermanos Coronel, Zenaido Meza Estrada, de La Presa y por el que fui a encontrarme con el río por primera vez a invitación de él.
No estaba muy crecido y le llegamos por la calle Allende allá donde estaba la cantina “El Montparnasse” frente a doña Naty –una señora que vendía comida y cerveza-. Su fama de gran benefactor de la región era muy conocida, así como la terrífica leyenda de sus traicioneras avenidas. Esa era la bajada que utilizaba la gente de ambas márgenes para abordar las enormes canoas que eran palanqueadas por los fuertes cargadores para realizar el servicio de transporte pluvial.
         Como todo chavo de esa edad, confieso que me causó, aparte de no poca sorpresa, cierto temor de ver la “enorme” corriente de agua cristalina, (ya la había contemplado de arriba del Cerro Grande y me parecía una serpiente de plata), y allá en las extensas playas que el río permitía en tiempos de secas, se veía a una veintena de chamacos disfrutando de los chapuzones, jugando alegres, “chacoteando” en la zona más baja del río.
         Subir a la canoa fue toda una emocionante aventura, disipando el temor de la travesía cuando volteamos a ver el panorama en donde el cerro se convertía en una gran montaña y las casas se hacían chiquitas mientras más nos alejábamos de la orilla. El alto campanario de la iglesia parecía de juguete.
Eran nuestros primeros contactos con el viento en área abierta y la canoa haciendo una raya en el agua, mientras veíamos saltar los peces y volar las garzas en el primer plano de un paisaje multicolor donde las hermosas ceibas adornaban la subida a La Presa ofreciendo un espectáculo de ensueño.
         Nos causó admiración ver a los cargadores vestidos de blanco, con su gabán terciado, sus huaraches de cuatro correas y su sombrero arriscado, sudorosos, empuñando la larga vara para impulsar la sencilla –pero que nos parecía gigantesca- embarcación a su destino. Las personas viajaban muy quietas, las damas portando sombrillas de colores y llevando bolsas conteniendo diversos productos, especialmente comestibles, y los caballeros con su inseparable sombrero cubriéndose de los implacables rayos del sol y también llevando talegos y bolsas de diferente manufactura y contenido. Solo nosotros íbamos cargados de sueños y estupores, inocencias y candidez.
         Unos años después, acompañábamos a las señoras que lavaban la ropa de la casa ayudándoles con los “tambaches” de la ropa sucia y el jabón y la lejía que combinaban para realizar la tarea. Mientras ellas hacían las labores de limpieza azotando la ropa en las piedras que servían de lavaderos, nosotros retozábamos a su lado, en la orilla del río asoleándonos y echando brincos rompiendo el cristal multicolor del reflejo del paisaje que momentáneamente se reflejaba en la corriente.
         A la hora de tender la ropa, ésta se transformaba en chiquihuites pesados difíciles de cargar y nos daban las piezas sueltas que llevábamos a los tendederos para que se asolearan largas horas, luego de eso volvíamos a chirotear incansables para recogerla y emprender el regreso.
         Fuimos testigos de los primeros “baños de palma” que don Félix construyó en la zona baja del río, junto a las piedras y ramadas de igual material en donde lavaban la ropa y se protegían de los inclementes rayos solares. A los “cuartos” se llegaba por una hilera de tablas dispuestas entre palos que servían de “andaderos” y tenían una especie de lona haciendo las veces de puerta, unos tablones conformaban el piso de todos, colgaban los clientes la ropa en un alambre en forma de gancho, ahí se enjabonaba uno y para deslizarse al agua se sentaba en los tablones y entraba a la corriente a través de un pequeño cuadro de salida o agujero. 
Las señoras fumaban los cigarrillos “Excelsior” que costaban cinco centavos la cajetilla y se daban su maña para que no se les mojara entre chupada y chupada. Ya que lo hacían “en horas de trabajo”. Eran unas mujeres humildes en su mayoría, muy aguantadoras, simpáticas, que hacían esa dura labor por no tener otra cosa a qué dedicarse o carecer de preparación para desempeñarse en trabajos más productivos. Lo cierto es que al regreso desamarraban los “tambaches” y se ponían a rociar la ropa con la boca para empezar a plancharla con aquellos artefactos de fierro que calentaban a las brasas en hornillas o braseros especiales. Les pagaban tres pesos cincuenta centavos la docena (lavada) y uno cincuenta, la misma cantidad (planchada). Esto era si se trataba de prendas de vestir, siendo otra paga la de cama. Duraban tres o más horas hasta terminar la segunda jornada. Era muy curioso mirarlas a la hora de “calar” la plancha ya que untándose saliva en la mano libre daban un rozón a la plancha para saber si ya estaba en calidad de utilizarse para desarrugar la ropa. Se originaba una especie de chasquido o de sonido parecido. (Continuará).

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