miércoles, 21 de agosto de 2013

La tremenda zozobra vial

Por: José Ma. Narváez Ramírez.



Cito, textualmente a José Ramón Garmabella en su libro “Renato por Leduc”, en el párrafo tres de la página 39:
         “En “El Mexicano” fuimos hasta San Marcos, y en esa estación transbordamos al “Interoceánico”, a bordo del cual llegamos hasta una estación cercana al puerto de Veracruz adonde no pudo entrar el tren a causa de los invasores. En esa estación bajamos del ferrocarril y algunos nos subimos a uno de los pocos automóviles que había en aquel tiempo, el cual era un Hudson propiedad del general Rubio Navarrete.
         Debo decir que esa fue la primera vez que me subí a un automóvil, razón por la cual sentí una gran emoción al hacerlo entre otras cosas porque, como digo, esa clase de vehículos no era usual hace casi cincuenta años. ¡Qué lejos estaba en aquel momento de imaginarme que, con el tiempo, los automóviles inundarían las ciudades contaminándolas y haciendo la vida casi imposible!… Sobre todo ahora, en cuanto veo a juniorcetes y demás fauna por el estilo serpentear a toda velocidad por los modernos ejes viales, pienso que son tipos a los cuales alguien con toda la razón del mundo los mandó a chingar a su madre y tienen prisa por ir a cumplir la orden…”.
         Cito lo anterior porque recuerdo que en Santiago Ixcuintla, por aquellos años en los que había muy pocos carros rodando por las empedradas calles, teníamos la gratísima oportunidad de jugar a las canicas, pintando una raya para hacer el “tiro” y a unos dos o tres metros de él buscábamos un pequeño agujero o lo hacíamos. El que caía más cerca de la raya era primero en tirar hacia este “pozo” y tenía derecho a hacer una “cuarta” con la mano extendida partiendo del agujero para tirar a matar de un canicazo o “pichazo” al adversario que estuviera más cercano. El que acababa con todos los “enemigos” se quedaba con la apuesta inicial de varias pichas. O se dibujaba un “fá” en forma de una semilla y dentro de él se colocaban las canicas en apuesta, y el que sacaba una o varias tenía derecho a seguir tirando, además en caso de quedar cerca del “enemigo” también podía matarlo. Se acababa el juego cuando no quedaba una sola canica en el “fa” o se mataban al –o los- contrincantes.
         Igualmente jugábamos al trompo entre las piedras y ganaba el tiro aquél que más se arrimaba a la raya, con derecho de colocar el trompo del otro y darle un “teco” o topolazo hasta sacarlo de un círculo que previamente se pintaba alrededor de una “I” mayúscula, (se denominaba “el quince”) que era el punto de partida y se podía echárselo a la mano –mientras estuviera girando- y darle “tecos” para que saliera.
         Pasábamos las tardes de todos aquellos alegres días de la mocedad, jugando en la calle o en espacios libres  -como el atrio de la iglesia- sin que nos molestaran los carros porque no había muchos. Tampoco automóviles de alquiler y solamente los de ramada de la incipiente cooperativa de autotransportes. Así cuando de casualidad se travesaba –por ejemplo- el Reo de don Francisco Romero “El Campesino” (que fue uno de los pioneros de este ramo) se paraba para que quien estaba en turno acabara su jugada y luego proseguía la marcha.
         Igualmente había otros pasatiempos que consistían en jugar a “la roña”, a las alcanzadas, a los “encantados”, a brincar el lazo y tantos otros que practicábamos en la calle sin los graves peligros que hoy acechan a todos los cristianos que se atreven a cruzar de una acera a otra, cuando las calles están plagadas día y noche de carros, autos, trocas, autobuses, bicicletas, motos y todo aquello que cuente con ruedas para trasladarse de un lugar a otro. Sin embargo la cantidad de personas que se ven obligadas a transitar por ellas, cada vez también es mayor y los peligros son considerables.
         Entendemos a don Renato Leduc, al narrar su vida en aquellos tiempos revolucionarios en que el ferrocarril era el medio –terrestre- único para moverse de una parte a otra, las carreteras estaban en pegueros y los caminos eran prácticamente unos lodazales que se convertían en intransitables a causa de las lluvias.
         Hoy, cualquier hijo de vecino acaudalado –va hacia donde dijo Renato- manejando un automóvil del año con potencia casi aérea y lo conduce por esos calles de Dios matando o dejando para vendedores de billetes de lotería o del melate –como se decía anteriormente cuando estos sorteos eran para que sacaran el “chivo” los minusválidos, no los que tranzan estas rifas-, que  ahora van en aumento a causa de que muchos transeúntes son atropellados por los juniorcetes, o mujeres ricas o desadaptadas al volante o matalotes que creen que manejar un carro es la cosa más sencilla del mundo… Siendo que es una auténtica responsabilidad que ni los agentes de Tránsito comprenden.
         Control… Señores… Control… Las comparaciones son como las suegras… odiosas… pero en este caso están al dedillo…

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