lunes, 15 de diciembre de 2014

El rinconcito…

Líneas
Por: José Ma. Narváez Ramírez


Por allá en un rincón de la casa, estaban archivados los recuerdos de mi madre, como jugando a las escondidillas pero en forma ordenada, siempre dispuestos a aparecer en las pláticas de sobremesa que ahora eran interrumpidas por las telenovelas de la caja idiota.
Afortunadamente a ella no le interesaban los “casos de la vida real” que en forma repetitiva eran representados por artistas mediocres que se destacaban por gritar y por enseñar sus partes pudendas en cada una de los “teleculebrones” que sobresalían por sus títulos pasionales –que no apasionantes-.
A ella le gustaba platicar –y ser escuchada y cuestionada- a la hora en que afloraban las conversaciones familiares, cuando todos nos reuníamos alrededor de los recuerdos que se desfloraban después de saborear los guisos culinarios que preparaba con tanto esmero y arte, nuestra progenitora.
         La plática versaba principalmente en los tiempos en que nuestros padres se conocieron, cómo fue creciendo el cariño que una vez los unió para no separarlos hasta la llegada de la partida de uno de ellos. Toda una vida que comenzaba y se despedía en el lapso de unos recuerdos revividos.
         Eran los mismos cada vez que los traía al presente, pero evocados con la misma calidez que ella sentía y reflejaba en el brillo de sus hermosos ojos. ¡Con qué vivacidad y ternura describía la espera y el nacimiento de cada uno de sus hijos!
         En los respaldos de las sillas acomodadas alrededor de la mesa del comedor, aparecían los nombres de cada uno de los integrantes de la familia, que habían sido pirograbados por “el jefe” cuando compró este equipo y estampó las “incipientes quemazones” en todo lo que era de madera y de cuero, porque a la tagarnia que utilizaba colgada de su hombro en horas de trabajo para llevar sus cosas, también le dibujó a fuego letreros y paisajes que solamente él interpretaba –nos decía riendo, mi madre-.    
         En tiempos cercanos a la Navidad, las remembranzas se desgranaban en tropel inundando la casa de gratos recuerdos, que parecían haberse quedado impresos entre las paredes de la vieja construcción de muros de más de un metro de anchas levantados en adobe, y tejas montadas en vigas llaneras, que databa del siglo antepasado y ahora era posada de 15 cuartos, -7 abajo y 8 arriba- dotados de amplios corredores, de siempre bien trapeados, en los que colgaban varias hamacas, y un enjambre de pajarillos de distintas clases, dispuestos en pequeñas jaulas que servían de nidos y de foros en donde entonaban sus alegres cantos. Había un enorme y frondoso árbol de agualama en el centro del patio del edificio. Éste había servido de caballeriza cuando vivió nuestro abuelo don José María y manejaba una fábrica de cigarrillos en la parte baja de las habitaciones que se usaron originalmente, cerca de la escalera usada para subir y bajar al segundo piso. La abuela Teodorita era –como las señoras de antes- el ama de casa; al morir su marido le cambio de giro y puso el hotel, que la transformó en una de las primeras mujeres de la industria sin chimeneas.
         Las anécdotas se sucedían despertando las sonrisas de mis asombrados hermanos, que las escuchaban arrobados en la timbrada y quejumbrosa voz de nuestra progenitora doña Beatriz, y poco a poco se iban dando cuenta de sus primeros pasos en aquella gran casona que a un costado de la iglesia del Señor de la Ascensión, se levantaba en el corazón de Santiago Ixcuintla, en las esquinas de las calles Allende, Callejón de la Parroquia y Juárez.
         Nunca se terminaban las historias que nuestra madre nos contaba con amoroso tono que alentaba la natural curiosidad de aquellos niños que se encantaban con las narraciones de sus propias vidas, y de las que tal vez no se acordaban del todo pero al escucharlas, parecían revivirlas nuevamente.
         Había pasajes en que las inundaciones del traicionero Río Santiago eran las protagonistas principales, en otras las Fiestas del Señor de la Ascensión, que se celebraban en el atrio de la Iglesia y en el jardín del pueblo, nos transportaban a otras dimensiones imaginarias pero emocionantes, como si las estuviéramos viviendo otra vez.

         Pero… Control… Señores… Control… Dejemos un rato este rinconcito de recuerdos de mi madre, para volver en otra ocasión a evocarlo…

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